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sábado, diciembre 13, 2025

Sobre la inmoralidad en la comedia | El peso de las razones por: Mario Gensollen 

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El peso de las razones 

Sobre la inmoralidad en la comedia

Hay risas que nos dividen: reímos y, al mismo tiempo, nos avergüenza haberlo hecho. Ese tirón doble -la carcajada que escapa mientras pensamos “esto está mal”– es la raíz de la comedia no busca simpatía, sino verdad; la que cruza líneas y revela dónde están hoy nuestras convicciones. En cada risa, si se la escucha con cuidado, tiembla una brújula moral.

El dilema es práctico: ¿qué hacer con los chistes “incorrectos”? ¿Prohibirlos, tolerarlos, justificar su riesgo o ignorarlos? Más aún: cuando reímos ante algo cruel, ¿nos volvemos peores personas o sólo reconocemos un mecanismo cómico eficaz? Mi defensa, sencilla y contraintuitiva, es esta: a la comedia, en tanto comedia, la inmoralidad la mejora. No digo que el mundo sea mejor por ello, sino que el chiste funciona mejor.

La comedia vive del resorte de la sorpresa. Uno espera una cosa y recibe otra: la lógica se descarrila, el lenguaje patina, el tabú se asoma. Si quitamos el tabú, si todo está permitido, la sorpresa muchas veces se diluye. El chiste limpio puede ser ingenioso, pero raras veces es inolvidable; el que coquetea con lo indebido exige más precisión, más riesgo, más arte, y cuando acierta, la risa es más sonora.

Surge entonces la primera objeción: “si me ofende, no es gracioso”. Entiendo la experiencia. Cuando uno está herido, es casi imposible reír. Pero ese bloqueo emocional no define el valor cómico de algo. Es como catar un vino con la lengua anestesiada: no puedo disfrutarlo, pero eso no significa que el vino sea malo. El que no ríe puede tener razón moral, pero no por eso el chiste deja de tener razón cómica.

Segunda objeción: “reír implica aprobar”. Falso. Reír no siempre es asentir; puede ser reconocer una destreza técnica, una audacia verbal, un vértigo de incongruencia. Uno puede reírse de un villano brillante o admirar a un mago que roba relojes sin dejar de condenar el robo. La risa no es un voto: es una reacción estética.

Llamemos “inmoral” al chiste que pega hacia abajo, que explota un prejuicio o exhibe una insensibilidad sin coartada. No basta describir algo malo: lo “inmoral” es la transgresión que el chiste ejecuta y nos lanza al rostro. Y, a menudo, ese golpe es precisamente su combustible. Un chiste blanco –“Entró un perro a una carnicería y pidió chuleta”– arranca una sonrisa ligera, pronto olvidable. En cambio, un comediante que ante médicos suelta: “La sala de urgencias: el único lugar donde la gente exige milagros con ticket y factura”, provoca una risa incómoda, punzante. ¿Nos hace mejores? No. ¿Hace mejor al chiste? Sin duda.

Hay una ley silenciosa en la comedia: la valentía es estética. El cómico que juega a salvo será correcto, pero no notable. El que arriesga puede caer, pero si acierta, la risa lo premia doble. Por eso los grandes se mueven como funámbulos sobre el cable de lo que no debería decirse. La risa, en esos casos, es una ovación a la precisión del equilibrista.

El humor, además, no existe en el vacío. Un cuadro puede aislarse; un chiste no. Vive en el tejido social: depende de tabúes, costumbres y pudores compartidos. Cuando el cómico los invoca y los viola, nos revela dónde estaban nuestras líneas invisibles. La inmoralidad, al tensar ese lienzo común, intensifica el trazo. Por supuesto, no toda transgresión es arte. Hay chistes que sólo repiten odio o estupidez, que confunden crueldad con ingenio. Pero su defecto no es ser inmorales, sino ser torpes. El problema no es que crucen la línea, sino que no sepan cómo hacerlo. La inmoralidad sin técnica es carnicería; con técnica, puede ser cirugía.

Considérese un ejemplo: “A veces la empatía es un lujo; si entiendo a todos, no me queda gasolina para llegar a casa”. La sala ríe, incómoda. Hay cinismo, sí, pero también verdad: ser buena persona cansa. El chiste declara un límite al cuidado, y en esa aparente inmoralidad se refleja una tensión real. Reímos porque el espejo duele. Otro caso: el humor de velorio. El primo que susurra: “Si el muerto viera lo caro que salieron los arreglos, se levanta”. Hay quien se indigna. Pero ese tipo de risa funciona como válvula: libera la presión del dolor, permite respirar. Sin ese respiro, sólo habría ceremonia; con él, aparece la comedia. La historia lo demuestra: lo que ayer fue sacrilegio hoy es rutina.

De ahí una tesis sin solemnidad: cuando un chiste incorpora un defecto moral, ese defecto puede aumentar su valor cómico. No toda obra mejora globalmente por ser inmoral; no todo público debe celebrarla; pero el resorte cómico, en sí, gana potencia. No es cinismo: es técnica. Piénsese en el chiste de pareja donde él presume su “deconstrucción” mientras ella paga la cuenta. Remate: “Me desconstruyo más si dejas propina”. Pega abajo, sí, pero desnuda una hipocresía contemporánea. La inmoralidad -reírse del progresismo performativo- funciona como aguijón. ¿Habrá quien se ofenda? Seguro. ¿Está mejor armado el chiste por atravesar esa incomodidad? También. Lo crucial es distinguir riesgo de brutalidad. El buen comediante calibra público, contexto y temperatura moral. Sabe dónde cortar. La comedia que hiere sin inteligencia fracasa; la que atraviesa la herida con arte ilumina.

Y sí: habrá público que jamás encuentre gracia en ciertos temas. Nadie está obligado a reír. Pero tampoco por eso desaparece el mérito del cómico que construye, con materiales peligrosos, una estructura que se sostiene. El valor estético de un chiste no depende de la pureza moral del espectador, sino de su eficacia interna: ¿funcionó el mecanismo? El humor inmoral, bien hecho, nos recuerda que somos criaturas normativas: reír de lo indebido nos enseña dónde empieza lo indebido para nosotros. La risa, entonces, no sólo entretiene: cartografía. Dibuja fronteras móviles. Cuando un chiste nos parece brillante y, a la vez, intolerable, no es contradicción: es el mapa vivo de nuestras tensiones.

En tiempos donde las redes premian el señalamiento y castigan la ambigüedad, la comedia necesita recuperar su espacio como laboratorio moral: el único lugar donde podemos hacer pruebas éticas en voz alta y entre carcajadas, sin convertir cada risa en doctrina ni cada chiste en manifiesto. Cuando un cómico falla al cruzar la línea, el aire se va de la sala. Cuando lo hace con precisión, la sala estalla. Esa diferencia no depende de la sensibilidad del tema, sino del uso del filo: la inmoralidad como herramienta de arte o como garrote.

He aquí una regla práctica: desconfíe del chiste que no arriesga nada y del que sólo hiere. El primero será correcto y prescindible; el segundo, torpe y olvidable. Busque el chiste que pisa el filo y, al hacerlo, compone: roba una risa al tabú y una lucidez al lugar común. Ahí no hay moralismo ni cinismo, sino oficio. Porque lo que defendemos no es la crueldad, sino la posibilidad de una risa más intensa, más verdadera, más trabajada. La inmoralidad, usada con inteligencia, es el ácido que graba la placa: sin ácido no hay grabado; con exceso, se come el dibujo. La gran comedia sabe medirlo.

No pido indulgencia para los chistes torpes. Pido, más bien, que sepamos reconocer el arte incluso cuando nos incomoda. Y aceptar que a veces reímos precisamente porque la risa vino de donde no debía. Esa risa, bien hecha, nos desnuda y nos afina. Nos deja, por un segundo, viéndonos como somos: animales que ponen reglas…, y que, de vez en cuando, necesitan romperlas para recordar por qué las pusieron.

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