El peso de las razones
Aprender a mirar
En memoria de Inés. Omnia pro illa.
It is a task to come to see the world as it is.
Iris Murdoch, The Sovereignty of Good
Un aprendizaje esencial no figura en los programas escolares, en la mayoría de los tratados filosóficos, ni en los denostados manuales de autoayuda: aprender a mirar. No hablo de una destreza óptica ni de un truco cognitivo, sino de una forma de estar en el mundo. Mirar es conceder presencia. Es permitir que lo cotidiano nos afecte sin apresurarnos a domesticarlo con categorías, explicaciones o juicios. Mirar con atención es una manera de reencantar al mundo.
Por desgaste todo se invisibiliza. No porque desaparezca, sino porque se integra demasiado bien a nuestras rutinas. El trayecto al trabajo, el sonido de la cafetera, los objetos que pueblan nuestro entorno laboral. Vivimos rodeados de una riqueza perceptiva que ha perdido para nuestra mente saturada su valor estético. Aprender a mirar es desenterrar lo sepultado bajo la gris costumbre.
La visión estética no inventa mundos alternativos para huir del nuestro. Hace algo más delicado y exigente: devuelve espesor a lo que parecía plano. Nos enseña a percibir que lo cotidiano no es un residuo de la vida verdadera, sino su escenario principal. Ahí donde parecía no pasar nada, algo insiste en suceder.
Esa insistencia se percibe con obstinada claridad en Perfect Days (Wenders, 2023). Un hombre humilde limpia baños públicos en Tokio, escucha música vieja, fotografía árboles, come siempre en el mismo local, toma un baño largo y esmerado en un sentō, lee clásicos todas las noches hasta que sus ojos no pueden más. Sus días se repiten con regularidad litúrgica. Nada cambia. No obstante, nada es idéntico. Cada gesto adquiere una serenísima gravedad. La vida no necesita justificarse. No hay moraleja ni épica. Hay atención. El trabajo no aparece como una condena ni como un medio, sino como una forma concreta de estar presente. El cuerpo, el ritmo, el cansancio, la repetición: todo participa de una dignidad silenciosa. Mirar así transforma lo funcional en acontecimiento.
Algo semejante ocurre en Paterson (Jarmusch, 2016). Un conductor de autobús escribe poemas en los márgenes de su jornada. Su poesía no irrumpe como relámpago. Se filtra en una conversación escuchada al azar, en una caja de cerillos, en una caminata nocturna. El mundo cotidiano se revela como una fuente inagotable de resonancias poéticas. Quien vaga insatisfecho por el mundo quizá no ha visto bien ese mundo. La serenidad que otorga una mirada entrenada nos recuerda que hace falta muy poco para sentirse pleno.
En estas historias, la visión estética no embellece por adición. No añade ornamentos. Afina la percepción. Enseña a notar ritmos, mínimas variaciones, repeticiones que no se anulan entre sí. El asombro deja de ser una experiencia extraordinaria y se convierte en una disposición cotidiana. Pienso en la escena de la bolsa de plástico danzando en American Beauty (Mendes, 1999). Se la ha acusado de ingenuidad y exceso simbólico. Aun así, algo persiste. La intuición de que la belleza no se oculta en un reino selecto, sino que se manifiesta lejos de lo grandilocuente. No porque todo sea bello, sino porque la mirada puede volverse receptiva a lo inesperado.
Esa receptividad no es gratuita. Requiere de cierta vulnerabilidad. Exige suspender el cinismo, ese mecanismo defensivo que confunde lucidez con distancia. Mirar de verdad implica exponerse a que algo nos afecte sin garantías.
La visión estética, en este sentido, es una forma de reaprendizaje. Nos vuelve conscientes de nuestra relación con el mundo. Nos permite encontrar placer en el trabajo bien hecho -sea cual sea- y en los gestos mínimos -sean cuales sean-. No elimina cansancio ni repetición, pero los vuelve habitables.
Ese mismo aprendizaje se prolonga al ámbito moral. La visión ahí no consiste en aplicar principios abstractos, sino en ver a los otros con mayor precisión. No como funciones, etiquetas o amenazas, sino como existencias densas, opacas e irreductibles a nuestros esquemas.
En su célebre discurso This is Water, David Foster Wallace defiende una tesis simple e incómoda: el verdadero problema no es pensar mal, sino no advertir que estamos eligiendo constantemente cómo interpretar lo que ocurre. El piloto automático no es neutral. Moldea nuestra experiencia moral. Cuando dejamos de mirar, el mundo se organiza alrededor de nosotros. Todo se interpreta como una extensión de nuestro cansancio, prisa y malestar. La visión moral interrumpe esa inercia. Introduce la posibilidad de que el otro no sea un inconveniente, sino una vida atravesada por tensiones que desconocemos. La cajera maleducada del supermercado deja así de ser un obstáculo en mi camino al coche, y de repente aparece como una mujer que lucha jornadas inagotables por pagar la escuela de sus hijos. De manera súbita, nuestra irritación con la mujer puede transformarse en una profunda empatía.
Foster Wallace arremete contra la moda superficial de los defensores del pensamiento crítico, tan urgidos en mostrarnos maneras más adecuadas de razonar. Pero no se trata sólo de razonar mejor: se trata de aprender a mirar. Razonamos sobre aquello que vemos, y podemos ver mal.
La visión moral ocupa un lugar central en la filosofía de Iris Murdoch. Para ella, la moral comienza mucho antes de la acción. Comienza en la manera en la que vemos. La atención justa no es una virtud decorativa, sino el núcleo mismo de la vida moral. Ver mejor transforma lo que creemos que es posible hacer. Murdoch insiste en que la ceguera moral no suele ser malicia consciente. Es una forma de autoabsorción. Un mirar deformado por el ego. La tarea ética consiste en desplazar lentamente ese centro, permitir que la realidad del otro se imponga con su propia gravedad.
Algo muy cercano se encuentra en el pensamiento de Simone Weil. La atención, para ella, es una forma radical de generosidad. No intervenir, no poseer, no reducir. Sostener la presencia del otro sin apresurarse a resolverla. Amar, en ese sentido, es dejar ser. La atención verdadera no es cómoda. Duele porque desmantela nuestras narrativas tranquilizadoras. Obliga a reconocer límites, contradicciones, fragilidades. Mirar bien no equivale a aprobar ni a justificar. Equivale a no falsificar. Para Weil, católica y mística, la atención en su grado más alto es lo mismo que la oración.
La visión moral no es una mirada sentimentalista. No es empatía fácil ni identificación inmediata. Es un trabajo lento sobre la percepción. Un ejercicio de paciencia. Una disposición a tolerar la ambigüedad sin clausurarla de inmediato con consignas. Todo esto se aprende en lo cotidiano. No en grandes dilemas, sino en escenas mínimas. En cómo escuchamos, en cómo interpretamos un gesto torpe, en cómo reaccionamos ante la diferencia. Cada acto de atención modifica de manera imperceptible nuestra relación con el mundo.
De esta manera, la visión estética nos enseña a habitar el mundo. La visión moral nos enseña a no reducir a quienes lo comparten con nosotros. Ambas nacen del mismo gesto humilde y exigente: mirar sin apropiarse.
Hay también una dimensión política en este aprendizaje. La pobreza de la mirada produce juicios toscos, impaciencia y dogmatismo. Una sociedad incapaz de atención genera conflictos que no sabe comprender ni tramitar. Aprender a mirar deja de ser un lujo cultural y se vuelve una necesidad cívica.
Aprender a mirar no promete redención ni felicidad garantizada. Promete algo más discreto y real: una vida menos automática, menos ciega, menos cruel. Una vida en la que el mundo, aun con todas sus grietas, vuelva a presentarse como algo digno de atención. Y eso, hoy, ya es mucho.




