De niña, mi abuela me daba agua de limón con chía. Las semillas estaban en un frasco de vidrio, dentro de una alacena blanca. Las semillas secas eran ordinarias, siempre me parecieron insectos diminutos. Al mojarse, mostraban su mucílago; de insectos se transformaban en anémonas minúsculas. Según mi abuela, las semillas de chía eran buenas “para quitar los bichos de la panza”. No sé qué tan cierto era eso, pero yo lo creía: me bastaba poner sobre mi yema una semillita mojada para creer que los parásitos se quedaban pegados a ellas, así eran expulsados con todo lo que expulsa el intestino. La chía no tiene sabor, pero la textura le da una vuelta de tuerca a la ordinaria agua de limón.
No hay duda, nuestra afición por lo azucarado, en particular por las aguas de sabor, fue el detonante para que nuestro país sea un gran consumidor de refrescos. Ya lo dije en la minuta anterior, y lo repito: el refresco debería tomarse como golosina, como un gusto especial, de vez en cuando, mas no para sustuir la ingesta de agua natural. Pero si son necios, bien podrían sustituir su alto consumo de burbujas por agua de sabores: esas que conocemos como aguas frescas.
Los sabores de las aguas frescas varían por zona y por temporada. Las clásicas son jamaica, horchata, tamarindo y limón. Nada mejor que un vaso colorido, dulce y bien frío, para saciar la sed y el hambre de un trago. Y todavía mejor si podemos contemplar esos líquidos vibrantes dentro de vitroleros, esos barriles de vidrio que todavía hoy exhiben sus entrañas líquidas desde puestos callejeros hasta restaurantes de tradición. Una hilera de vitroleros con aguas frescas de todos los sabores, rebosantes de hielos, es ya una postal de la mexicanidad. Cierto, es una de las imágenes que lo dicen todo de nuestra cultura: el mestizaje. Porque lo cierto es que los ingredientes que usamos para elaborar estas bebidas son originarios de los continentes asiático y africano. Supongo que llegaron desde España vía los moros. Sólo la chía es autóctona, una semilla que tuvo la misma importancia que el amaranto en la época prehispánica, y que poco a poco ha recobrado su importancia nutricional y gastronómica. Ni siquiera el azúcar es nuestra, pero la adicción sí. Veámos: La caña de azúcar, el arroz y el limón provienen del sureste asiático. La flor de Jamaica y el tamarindo son originarios de África. Todos estos ingredientes fueron introducidos a Europa por los árabes, y por los españoles y portugueses a las Antillas y América.
Lo repetiré hasta el cansancio: una de las bellezas de este país es el mestizaje, somos como un caleidoscopio de muchas culturas, y las posibilidades de reinvención y reconstrucción son casi infinitas.
Las aguas frescas pueden ser sanas además de sabrosas, siempre y cuando se use agua purificada y se modere la cantidad de azúcar que se emplea en ellas. Mucha de la fruta de temporada tiene por sí sola el dulzor necesario. Para las aguas de ingredientes ácidos, basta endulzar un poco para lograr un contraste. No vayan a confundir las aguas frescas con esos brebajes de sobrecito. Es práctico, pero no es lo mismo; es más como un sucedáneo, un evocador bastante pobre del sabor real. Lo sé, unas recetas son más laboriosas que otras. Pero bien pueden hacer una sencilla jamaica o exprimir limones en los días laborales. Dejen la horchata y el tamarindo para el fin de semana. Además, hay que agradecer la existencia de la licuadora. Pero si el tiempo no les basta, insisto, tomen agua natural.
Preparen aguas frescas, sean como la chiera, mujer que vendía aguas frescas durante la Semana Santa. Pueden buscar en la red la ilustración de Heredia. O beban estas palabras de Guillermo Prieto que he tomado de Memorias de mis tiempos:
“Dos enormes huacales son el armazón de este mostrador portátil, se revisten de alfalfa o de trébol; se adornan en su parte exterior de amapola, de chícharo, de campánulas y mosqueta, matices varios, con exquisito tacto y hermosura; corona esta especie de mostrador otra cenefa de rosas y demás flores vistosísimas y frescas: el frente del puesto está perpetuamente regado, y como excitando al sediento a clamar sus ansias. Sobre el puesto hay una especie de aparador en que sigue la categoría y fortuna de las relaciones de su dueño; se ostentan, ya colosales vasos de cristal abrillantado con aguas de colores, que azules, escarlatas, naranjadas y verdes, relucen con el sol, y le dan un aspecto peculiar a la negociación: hay también jícaras encarnadas y lustrosas, hijas del sur de México, con su maque terso y durable, y sus labores de plata curiosísimas.
“Lo restante de la negociación está oculto a las miradas profanas: es la olla matriz con agua de azúcar, otra con agua de limón, piña, tamarindo, y sobre todo, la horchata de pepita y la chía, “engordando” en un lugar predilecto.”
