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viernes, diciembre 5, 2025

Conde en su tinta / Minutas de la sal

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Hace unas semanas, comí un pulpo a las brasas que resultó memorable. Disfruto la suavidad y la turgencia que sólo es posible en unos tentáculos bien cocinados. Desde niña me gustan los pulpos: sus tentáculos lustrosos con sus hileras de ventosas que cambian de color con el fuego. Por esto, jamás me extrañó que Isidore Ducasse, (Montevideo, Uruguay, 1846-París, Francia, 1870), bajo su disfraz de Conde de Lautréamont, en su obra Los Cantos de Maldoror comparara al amado con un pulpo:

“¡Oh pulpo de mirada de seda!, tú, cuya alma es inseparable de la mía, tú, el más bello de los habitantes del globo terráqueo, que mandas sobre un serrallo de cuatrocientas ventosas, tú, en quien residen noblemente como en su morada natural, en perfecto acuerdo y unidas por lazos indestructibles, la dulce virtud comunicativa y las divinas gracias, ¿por qué razón no estás junto a mí, tu vientre de mercurio contra mi pecho de aluminio, ambos sentados sobre alguna roca de la costa, para contemplar ese espectáculo que idolatro?”

Sé que Los Cantos de Maldoror buscaban la estética de la sordidez, y creo que para muchos el comer pulpos resultaría en una gastronomía maldoriana: grotesca e inquietante.

Debido a mi empatía por los pulpos, me llaman la atención sus representaciones. De éstas tengo en la memoria un mosaico. Se trata de un emblema, del siglo I, que fue encontrado en la Casa del Fauno de la ciudad de Pompeya: al centro de un cardúmen variado, se reconoce a un pulpo en plena lucha con una langosta. Lo más hermoso del molusco resultan los ojos: enormes, mirando hacia el que lo mira, asombrados.

El arte de los mosaicos es ancestral. Las representaciones de dioses, figuras geométricas, escenas amorosas y guerras, dejaron espacio para la representación de fauna y flora, las cuales nos ayudan a determinar qué era lo que se guisaba en las casas antiguas. Me gusta imaginar los salones fastuosos de la Casa del Fauno impregnados de ajo y aceite de oliva cuando los tentáculos se sofreían para agasajar a los invitados.

Ahora que lo pienso, los ojos del pulpo del emblema están justificados: se ha llevado muchas sorpresas desde que vio la luz bajo las manos de los artesanos. Imagino la sorpresa del molusco al emerger al aire atrapado en las redes de los pescadores, su sorpresa al sentir cómo su cuerpo perdía consistencia; cómo su ligereza de ave sólo era posible bajo el agua. Imagino su terror al verse perdido, para ser descuartizado, frito, rebosado, aderezado y masticado en una mesa del antiguo Imperio Romano.

Ya espectro-mosaico, el pulpo se sorprendería de nueva cuenta durante los días que antecedieron a la explosión del Vesubio, contemplando la inquietud creciente o la forzada incredulidad de los moradores de la Casa del Fauno. Supongo que habrá sentido los tremores ese 24 de agosto de 79 d. C., seguidos por los gritos ante la imposibilidad de la huída. Con los ojos desmesuradamente abiertos, habrá contemplado la nube siniestra del flujo piroclástico que sepultó la ciudad.

No sé si se habrá sentido tranquilo bajo la oscuridad, tan similar a la que le narraban los peces abisales en el mar. El silencio sólo interrumpido por ese perpetuo ronroneo de la tierra que nunca se está quieta. Pasaron siglos antes de que emergiera de nuevo en las redes de los arqueólogos.

A la fecha, no sé cuántos ojos habrán contemplado los ojos asombrados de ese pulpo, algunos in situ, otros, como los míos, vía las fotografías de libros y de páginas web. Espero comer otros pulpos a las brasas, para que queden en mi recuerdo, como quedan las casas de Pompeya, a pesar de la lava; como perduran los versos de Isidore Ducasse, a pesar de su muerte. Pulpos, Pompeya y Ducasse lo merecen. Leamos una última cita de Los Cantos de Maldoror para terminar esta minuta:

“A veces, en una noche de tormenta, mientras legiones de pulpos alados, que a lo lejos parecen cuervos, se ciernen por encima de las nubes, dirigiéndose con rígido bogar hacia las ciudades de los humanos, con la misión de advertirles que cambien de conducta, el guijarro, de sombría mirada, ve a dos seres que pasan a la luz del relámpago, uno tras otro, y, enjugando una furtiva lágrima de compasión, que se desprende de su helado párpado, exclama: «En verdad lo merece, y eso es sólo justicia.»”

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