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viernes, diciembre 5, 2025

Arto Pallaksch / Hombres (y mujeres) que no tuvieron monumento

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Arto Pallaksch nació justo el día en que se firmó el armisticio que ponía fin a la Segunda Guerra Mundial, algo que resulta, cuanto menos, irónico para alguien concebido en una violación de un soldado ruso a una campesina alemana. Como él mismo dejó escrito “la fecha de mi nacimiento puede o no ser simbólica pero, al menos, me libró de la carga -nada simbólica y fantasmal al mismo tiempo- de una Alemania pasada”.

Fue hasta la preparatoria, en una sorprendente revelación para alguien que había decidido que la química sería su profesión, cuando descubrió la coincidencia de su apellido con uno de los grandes nombres de la poesía alemana de todos los tiempos. Pallaksch era, al mismo tiempo, su apellido materno y la palabra que Holderlin pronunciaba, ya enloquecido, en los últimos años de su vida y que podía significar cualquier cosa. El día de su descubrimiento, Pallaksch decidió escribir poesía, más como un acto de voluntad que de vocación. “No descubrí hasta los últimos años de mi adolescencia el verdadero -y secreto- significado de mi nombre. Pude haber culpado a mi padre pero no lo hice. A cambio, aunque sigo sin saber la razón, escribí poesía”.

“Hay una línea secreta que recorre la poesía alemana. Holderlin, Rilke, Celan, yo”, escribió en las primeras anotaciones de su diario al que se le conoce como “el cuaderno rojo” por el color de las tapas de los distintos cuadernos que usó a lo largo de su vida. Hay arrogancia juvenil y conciencia de una vocación que, lamentablemente, no estuvo jamás a la altura de lo esperado. Frente a los deseos que le hicieron lanzarse, durante la carrera universitaria en un Berlín ya recuperado aunque triste y de vuelta en su pueblo-ciudad natal trabajando como ayudante de farmacia, a la poesía, la realidad de ésta, publicada sólo en revistas y nunca en forma de libro, es bastante deplorable. A cambio, lo único valioso de su obra, lo único rescatable, y recientemente traducido al inglés, son todos los aforismos reunidos a lo largo de su vida en los distintos cuadernos de mismo color de tapa.

La poesía de Pallaksch es tan derivativa que no logra encontrar en ningún momento una voz propia. Por eso, y a pesar de sus constantes intentos de publicar en forma de libro y en los cientos de concursos en los que a lo largo de su vida participó, se ha perdido para siempre en pequeños revistas. Su poesía tenía un cierto matiz de falsedad, sobre todo en las imágenes. “Siempre he usado en mi poesía objetos que no conozco al natural. Colibríes, mimosas, la Dogana en Venecia, La Tempestad de Giorgione. También el amor”.

Un amor imposible que, sin embargo, le motivaba a la escritura. Un amor que, todo parece indicar, sólo buscaba una excusa para personalizar sus poemas de amor, que constituyen la mayor parte de su obra, tanto la editada como la inédita. Sin embargo, en la cuarta década de su vida, cayó enamorado de una mujer de la que los críticos no han podido hallar la verdadera identidad y a las que sólo conocemos, por referencias en los aforismos como Alexa K.

“Toda la tarde con Alexa. Nos amamos pero hay algo que nos impide compartir nuestro amor. Con el mundo y con nosotros. A los pocos días de conocernos escribí de una sentada un poemario para ella. Dejé de escribir. Ella empezó a escribir. Ahora yo no puedo. Nos amamos pero no podemos escribir juntos ni a la vez. Y la escritura es una vocación más poderosa que el amor”.

A partir de ella, la poesía última de Arto Pallaksch crece; sobre todo con un libro inédito de título larguísimo, y significativo: El poeta, enamorado, escucha a Kathleen Ferrier cantando ‘Die Welt ist leer, Ich will nicht leben mehr’. Uno de los poemas de esa serie le valió su única aparición en una de las mejores revistas alemanas de su época, el mayor triunfo poético de toda su vida.

“Un verdadero poemario es como una novela. Más el ritmo”.

Desde el encuentro con Alexa K., la obra de Pallaksch sin mejorar sustancialmente encuentra un nuevo ritmo en los poemas largos cumpliendo lo que escribió en sus aforismos. “Todo poema es un mensaje. Cuanto más breve, más directo. Cuanto más largo, más real”. De esa época provienen también los poemas del enigmáticamente titulado G, en el que los críticos señalan que cuenta las circunstancias de su infatuación. De esa época, apenas a unos días de su muerte, comienza a escribir un diario apócrifo del que no hay más que referencias en el cuaderno rojo pero que no ha podido hallarse.

“Seamos modernos, absolutamente modernos. Cuánto hubiera ganado la poesía contemporánea si no le hubiéramos hecho tanto caso a Rimbaud”.

La poesía de Pallaksch, en ese intento de no ser moderna, perdió bastante. Sin embargo, en su reivindicación, no actualización, en su fe ciega en ciertos modos y maneras y en la forma en que los defendió y explicitó en el “cuaderno rojo”, harto logró entender los peores errores de la modernidad mal entendida. Como una conciencia de los poetas alemanes de la postguerra, Pallaksch logró que los peores defectos de una vanguardia mal entendida tuvieran al menos quien los señalara. Que su suicidio tuviera que ver con la imposibilidad de no poder publicar ni un solo libro en vida o con el agotamiento de sus ideas es algo que todavía divide a los pocos, poquísimos, estudiosos de su obra, una obra de la que sólo sobrevive el “cuaderno rojo”, que abre con una frase rotunda: “me dijiste que había desabasto”. Desabasto que nunca explica pero que podría ser de cultura o de verdadera poesía, de vino o de artistas sinceros. O, quizá, de mujeres inteligentes.

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