Por Gilberto Carlos Ornelas
Nuestra sociedad contemporánea vive en medio de muchas y variadas contradicciones y paradojas tanto en la cotidianidad como en algunas políticas públicas que implementa o deja de implementar la autoridad. Es así que mientras los analistas y científicos sociales afirman que la inseguridad pública se debe combatir desde la raíz, fortaleciendo el tejido social, en la práctica en nuestras ciudades se llevan a cabo medidas que tienden hacia la segregación y hasta la privatización del espacio urbano.
Las ciudades de México, entre ellas Aguascalientes, han venido sufriendo desde la década de los años 90 el incremento y proliferación de las áreas urbanas segregadas o autosegregadas y espacios residenciales cerrados, bien sea porque así fueron diseñados y comercializados o porque se ha permitido que por la vía del hecho se privaticen espacios públicos transitables.
Esa tendencia, como lo afirman varios investigadores, tuvo su origen en los esquemas de segregación de los suburbios de las ciudades norteamericanas y su finalidad principal no era otra que los sectores pudientes se integraran en comunidades homogéneas y diferenciarse del exterior, de los “otros”, que en el caso de las ciudades estadunidenses eran los negros, latinos, inmigrantes o simplemente familias que no querían o no podían pagar el costo del espacio exclusivo. El surgimiento de los espacios urbanos cerrados en las grandes ciudades de México en los 50 y 60 también fue motivado por la búsqueda de la exclusividad y homogeneidad, tal vez los mejores ejemplos sean los country clubs, aunque a finales del siglo XX se acrecentó ese fenómeno con la justificación de la búsqueda de seguridad vecinal ante una crisis de seguridad pública que la autoridad no termina de resolver.
El incremento de esos espacios urbanos cerrados tiene muchas consecuencias y facetas, todas discutibles y algunas francamente nocivas para la convivencia social en la ciudad, vista como el espacio común de encuentro de sus habitantes.
La antigua diferenciación social urbana en nuestras ciudades, se daba a partir del barrio o colonia en la que se habitara, las calles “privadas” eran rara excepción, ricos y pobres eran vecinos de la misma ciudad, aun con sus brechas de desigualdad. Los fraccionamientos cerrados ahora denominados con el término “coto”, han profundizado la diferencia; quienes pueden pagar exclusividad con servicios propios, levantan muros, pagan policías privadas, colocan plumas y cámaras para crear un ambiente propio con sus ventajas y desventajas, pero eficiente en evitar el ingreso de los indeseables, los de afuera.
Y una vez que se consolidó el modelo de los “vecindarios cerrados” con su aire de glamour y de ascenso social, empresarios inmobiliarios y las autoridades encontraron ciertas ventajas a ese tipo de desarrollos cerrados con “propiedad en condominio” y lo trasladaron al campo de la vivienda de interés social y en las últimas dos décadas se han multiplicado los fraccionamientos populares tipo cotos con régimen de propiedad en condominio donde los propietarios de una micro vivienda pagan servicio de alumbrado público, limpia y en muchas ocasiones hasta el bombeo de agua y servicios de seguridad. Terrible paradoja, pagan impuestos y servicios y además deben asumir los costos de los servicios de su condominio, una presunta privacidad y exclusividad muchas veces irreal.
Pero si la proliferación de modelos de autosegregación urbana con régimen de condominio ya entraña riesgos, la tendencia a cerrar calles y vialidades públicas es aún más dañina porque se orienta hacia la privatización del espacio común. Es lo que sucede cuando vecinos de algunos fraccionamientos, barrios y colonias consideran que es mejor cerrarlas con el argumento de que así se protegerán mejor. Esto ya es un grave fenómeno en muchas ciudades, y en Aguascalientes ha comenzado a presentarse. De esa manera, vialidades públicas, con beneplácito de la autoridad y dudosa legalidad, son sometidas a controles particulares y ya vemos como algunas porciones de la ciudad han entrado a la lógica de “proteger” a los que viven dentro, levantando muros y alambrados para privatizar su “porción de ciudad”, para “autoencerrarse”, pues “los de afuera” son potenciales delincuentes que no deben pasar por “sus calles” ni pasear en ”sus parques”, aunque legalmente sean públicos y municipales.
Más allá de la rentabilidad de los empresarios inmobiliarios que construyen los desarrollos urbanos cerrados, la autoridad se ha dejado llevar por la inercia del crecimiento de ese fenómeno y no lo ha atendido. Poco o nada se han detenido a analizar las consecuencias nocivas de tener una ciudad, seccionada, segregada en cotos y áreas privatizadas.
Atrás de cada espacio urbano cerrado se encuentra la convicción de que los de “afuera” son una amenaza, que de ahí vienen los criminales, los indeseables, los rateros, los “cholos”, los que “es mejor no dejar entrar”. También se encuentra la convicción de que las autoridades no son capaces de otorgar buenos servicios para todos y que es mejor pagar para cubrir esas deficiencias. Más grave aún es cuando la autoridad acepta y se resigna a esa incapacidad y en lugar de asumir plenamente sus obligaciones, estimula y acepta los mecanismos de segregación y autosegregación que en el fondo entraña muchas formas de discriminación mal disimulada.
Es un tema que se ha reflexionado y estudiado poco, sin embargo, si nos escandaliza el delirio de Donald Trump por construir muros en la frontera, ¿por qué la política de desarrollo y convivencia urbana está llena de muros y cotos?
Sin duda, el camino para recuperar la convivencia de calidad en nuestra ciudad no está en construir muros ni cercos de púas, sino en que la autoridad asuma sus obligaciones y garantice servicios de calidad especialmente en seguridad porque está claro que no sólo es necesario sino posible, aunque en los últimos años esté predominando el conformismo en materia de políticas públicas para reconstruir la armonía social.
@gilbertocarloso




