Para John Searle, la pregunta fundamental de nuestra era intelectual, y la pregunta central de la filosofía a inicios del siglo veintiuno, podía formularse de la siguiente manera: ¿cómo dar cuenta de nosotros mismos, como seres conscientes, que poseen una mente, que son libres, racionales, hablantes, sociales y agentes políticos, en un mundo en que la ciencia nos dice que consiste en su totalidad de partículas sin sentido, sin mente, físicas? Es decir, ¿quiénes somos y cómo encajamos dentro del resto del mundo? ¿Cómo se relaciona la realidad humana con el resto de la realidad? Una forma especial de esta pregunta es, ¿qué significa ser humano?
Como se puede ver -y dejando de lado la pompa retórica de Searle- la pregunta está, en efecto, en el centro de las más variadas de nuestras empresas cognitivas. Está en el centro de la antropología, la etnografía, la psicología, la sociología y la etología. También tiene vínculos tensos con la biología y las neurociencias. Quizá repose en el fondo de la comunidad de disciplinas que integran a las ciencias cognitivas. Es capital, sin duda, dentro de los proyectos, radicales o mesurados, de la inteligencia artificial. Tiene también implicaciones prácticas importantes: qué postura tomemos frente a dicha pregunta seguramente tendrá consecuencias en las políticas educativas y en cómo configuremos los planes de estudios de la educación básica y media, así como en cómo configuremos nuestras universidades. Parece pues que la pregunta está lejos de ser trivial.
Una instancia, mucho más general y abstracta de esta pregunta, ha sido denominada por los filósofos como el “problema mente-cuerpo”. David Papineau lo formula de manera muy sencilla: «Hay elementos en el mundo, como tigres, tornados y partidos de fútbol. También hay fenómenos mentales: sensaciones, pensamientos, ideas, etc. Estos fenómenos mentales se dan en “envoltorios” llamados mente. ¿Qué lugar ocupa la mente en el mundo físico?». Así planteado, el problema es lo suficientemente general como para extraviar al lego en el camino. Dicho problema, a su vez, se instancia en una variopinta diversidad de problemas mucho más particulares. Por ejemplo:
El problema, un tanto más específico, de la relación mente-cerebro: ¿cómo se relacionan los cambios electroquímicos que se producen en las células cerebrales con los placeres y las frustraciones, con las intuiciones y las ansiedades?
El problema de la conciencia: la mente parece poseer propiedades que no parecen encontrarse en ningún otro sitio del mundo natural. Por ejemplo, muchos estados mentales son conscientes: escuchar una canción o repasar posibles opciones para la cena producen una sensación definida (un «sentir como»). En cambio, una piedra o una taza no tienen sensación alguna.
El problema de las otras mentes: al no poder experimentar directamente los pensamientos de otros, como se supone que de hecho experimentamos los propios, ¿cómo es posible saber que ellos también tienen mente? El problema parece persistir, en el debate reciente, bajo el nombre del «problema de la autoridad de la primera persona»: parece que tengo autoridad respecto a mis propios estados mentales, autoridad que no poseo respecto a los estados mentales de otros.
El problema de las mentes artificiales: Los ordenadores pueden hacer predicciones, diagnosticar enfermedades y derrotar a maestros del ajedrez. En resumen, pueden actuar de manera que parecen muy inteligentes. Pero, ¿debería concluirse que tienen mente y son verdaderamente capaces de pensar?
El problema de las mentes animales: A menudo se siente la tentación de atribuir complejas creencias humanas a los animales. Esto no deja de ser razonable: después de todo, los mamíferos no humanos tienen cerebros organizados de manera muy parecida al humano, e incluso los cerebros de las abejas metabolizan los mismos neurotransmisores. Aun así, hay diferencias mentales evidentes. ¿Dónde está la línea mental divisoria entre los animales y los humanos?
Y, el problema de las relaciones entre lenguaje y pensamiento: ¿qué tipo de conexión existe entre el lenguaje y el pensamiento? ¿Es posible el pensamiento sin el lenguaje? O bien, el pensamiento tiene una forma lingüística, si no fuese así, no se podría explicar, entre otras cosas, la intencionalidad.
Termino con una breve anécdota. Cuando el psicólogo y científico cognitivo Steven Pinker publicó su obra La tabla rasa, temió que muchos se escandalizaran con sus descubrimientos. En ella, demostraba que los seres humanos venimos altamente determinados desde el momento de nuestro nacimiento, y tiraba por la borda la tesis empirista de que todos venimos al mundo en blanco, iguales los unos a los otros. Para su sorpresa, hubo poco escándalo; a pesar de que varias aplicaciones de su descubrimiento resultaban escandalosas: e.g., la poca influencia que tiene la educación en el hogar para determinar nuestras capacidades y habilidades. Ciertamente, algunos descubrimientos de las disciplinas cognitivas pueden tirar por la borda algunos de nuestros mitos y dogmas más arraigados, y desbarrancar algunas de nuestras mayores esperanzas. No obstante, pienso, al igual que Pinker y que Antón Chéjov -el escritor ruso del siglo XIX- que el ser humano se volverá mejor cuando le muestres realmente cómo es.
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