No creo haber sido el único niño que, tras comerse todos los dulces y algunas frutas, abandonaba la bolsa de plástico de aquellos bolos decembrinos con exactamente la misma cantidad de tejocotes y cacahuates que el organizador en turno de cada posada a la que acudí, puso en ellos. No pedía posada, las velas me servían solamente para una incipiente y pueril piromanía que no llegó a mayores y destrozaba las piñatas con una furia imberbe cuyo origen quizás no estaba tanto en los dulces que caerían tras el palazo final, sino en el mero gusto de destruir algo sin salir regañado. El caso es que en aquellos tiempos prefería los colores brillantes de los dulces o las envolturas llamativas y le hacía el feo a los cacahuates que, además de no ser azucarados, se tenían que pelar, lo cual por supuesto implicaba un desafío a la flojera de un chiquillo malcriado que no quería perder tiempo en eso.
Más adelante, dos años antes de cumplir la mayoría de edad, aún imberbe, sin rastros de la piromanía infantil y gracias a una identificación falsa, las cantinas ponían de nuevo ante mí a los cacahuates, salados, enchilados y en el peor de los casos japoneses. El yo joven e inexperto los despreció una vez más y prefería acompañar el Bacardí Añejo (sí… en aquellos años bebía Bacardí Añejo… mea culpa!) con frituras, salchichas guisadas o chicharrón de puerco. “Botana chafa” pensaba yo del fruto seco en cuestión y aunque sí comía unos cuantos, lo hacía a regañadientes y creo que no apreciaba su verdadero sabor debido al exceso de aceite, sal, ácido cítrico y chile en polvo que a veces les ponen quienes los comercializan. En esas noches preparatorianas era yo cliente frecuente de “El Granero”, por ahí en avenida las américas y recuerdo perfectamente que los tragos corrían veloces entre pláticas de futbol, las novias y los pleitos. Recuerdo también que nos atendían de maravilla, tal vez porque acababan de abrir o quizás porque al mesero le hacía gracia tener como parroquianos a un grupo de mozalbetes escandalosos; en cualquier caso la botana era vasta y repetíamos platillos, pero siempre se quedaban los cacahuates, despreciados en su platito de melamina beige.
Ahora, con muchos más años de vida y una barba mediocre, puedo decir que me gustan los cacahuates. Los pido en las cantinas y los ando sacando de los bolos que, al contrario de los de mi infancia, se quedan con todos los dulces. Debo decir que si bien he probado los cacahuates en varias presentaciones, no me gustan los japoneses, ni los enchilados, ni los garapiñados; prefiero salados pero sobre todo, me gustan para pelar. Con los años aprendí a valorar su sabor puro más allá de lo que les puedan agregar para sazonarlos y, aunque puedo consumir de todos, me gusta entender que, por sí solos, tienen un sabor característico que los hace ser lo que son, independientemente de condimentos y envolturas. Me agrada tomarme el tiempo y observarlos antes de reventar las cáscaras entre mi pulgar y mi índice para luego comerlos; me gusta tratar de adivinar su tamaño, cuáles están más frescos y cuáles ya están un poco amargos. Me gusta comprarlos al natural y tostar algunos de ellos para tener una diferencia en el sabor y en la textura. Me gusta entender eso y experimentar.
El poco conocimiento que el tiempo y la experiencia me han dado sobre los cacahuates me ha enseñado a observarlos, y más aún, a disfrutar ese proceso de observación. Observarlos me ayuda a conocerlos. Conocerlos me ayuda a entender sus diferencias y a elegir sin descalificar. Al final, todos son cacahuates, no importa que no sean mis favoritos o que no sean de mi agrado.
A estas alturas de mi vida, despreciar los cacahuates y preferir un dulce de color brillante sería imposible. Tildarlos de botana chafa nada más porque a un lado hay chicharrón me parece absurdo. Decir que los japoneses no valen la pena y que sólo los naturales son buenos es impensable.
¡Carajo! Es viernes y tengo que mandar mi texto.
¡Y yo que pensé que iba a escribir sobre el arte contemporáneo!




