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viernes, diciembre 5, 2025

Sexonario / La escuela de los opiliones

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Exhibición: una vez, por guasa, hice una votación en Twitter para preguntar a la gente cuál creía que era mi orientación sexual. 50 votos después, la mayoría se inclinó por bisexual (era un porcentaje considerable) contra heterosexual, sapiosexual y algún otro terminajo medio escogido. Lo que resultó una broma, se convirtió en una lucha interna de semanas por entender mi propia sexualidad y sus motivaciones. Claro, eso mientras no jugaba Dark Souls, o atendía a mis clientes ludópatas, o tomaba la mano de mi esposa mientras sacábamos a caminar al perro. Sé lo que soy (¿o no?), lo que me preocupaba, quizás, es la cantidad de gente que sospechaba una cosa contra otra. En estos tiempos la intimidad es una ilusión. Revela un poco de ti mismo y habrá gente que tenga el pasatiempo de buscarte. Como diría Celia Cruz: “Nadie está solo, Dios (en la máquina) está con él”.

Bisexual: he tenido brevísimas inclinaciones masculinas a lo largo de los años, pero no creo que sean suficientes para declararme bisexual. Cuando trabajaba en publicidad, en alguna etapa se convirtió en algo común que ciertos hombres feos se embarraran al momento de abrazarme. Los Kevin Spaceys de México, cuando era un muchacho, me invitaban a sus picnics y hablaban del acomodo de mis lunares en el rostro. Si algo me enseñó a decir “no” fueron los tiburones atigrados del medio mexicano. Pero a veces había uno que otro hombre, de mi edad, sin poderes de por medio; me ponía nervioso durante alguna conversación y yo me transformaba en un muchachito impaciente, patético, doblegado. Entonces descubrí mi capacidad de enamorarme ampliamente de cualquier género.

Poliamor: creía que una de las características de la juventud era huir de las etiquetas, rechazarlas, pero ahora leo una curiosa tendencia a abrazarlas. Parece frenética esta necesidad por definirnos, por decir lo que somos y dejarlo estampado en nuestras redes y nuestros círculos. Quizás, por ello, nunca he aclarado públicamente mis preferencias sexuales y hablo poco de mis juegos eróticos preferidos, los cuales son tan diversos como las cajas apiladas que tengo de juegos de mesa. Juego de la identidad: los muchachos se llaman poliamorosos. Nada mal. El amor es un paraíso de múltiples caras, la bestia de los mil rostros, la gelatina de los diez sabores y entregar los besos, los flujos y las caricias a una sola, al menos joven, es un desperdicio. Pero también me preocupa que la etiqueta en sí es un poco ambigua y no duermo cuando encuentro a una persona que se declara abiertamente poliamorosa. Poli-amoroso. Amores múltiples yo también los tengo: mi esposa, mi perro, la escritura, la obligación de la familia, mi árbol de dólar, los vientos de otoño cuando salgo a caminar y las canciones de algún trovador argentino de los ochenta. Mis pulsiones eróticas ya están por todos lados. ¿Necesito decirlo?

Sapiosexual: hay gente, dicen, que sólo se acuesta con prospectos inteligentes, cultos, leídos y con un vozarrón. Ellos ponen el cerebro indicado, engalanarlo es responsabilidad… de usted.

Bibliofílico: no estará mal decir, a mi edad, que prefiero acariciar las páginas desnudas de un libro. He encontrado en la ficción un consuelo verdadero. La realidad, incluso en sus puntos más altos, es temporal y sus bondades terminan pronto, desaparecen o las degrada el tiempo. La única manera de retrasar y suspender el deseo es a través de la lectura, sumergirse en vidas paralelas y transvivir el deseo de un narrador ajeno. Me gusta creer que mis pequeños deslices, los deseos poco habituales, son infatuaciones que suceden pronto y siempre pueden ser reemplazadas con el cuarto tomo de Proust, o aquel cuento de El espejo en el espejo. El Tygre, Tygre, de William Blake, siempre está ardiendo para los sádicos. Las dendritas espirituales de un árbol transformado en papel, el placer erótico de matar a la naturaleza para perpetuar el ocio y el conocimiento humanos. Ojalá uno pudiera disociarse del cuerpo de esa manera y creerse que el deseo sexual persiste en la tinta.

Freud: a cualquiera, no sólo a los chamaquillos, le urge definirse sexualmente para al menos aclarar un pedazo de sí mismo y tener una certeza sobre su identidad. Ese fragmento es precioso porque se vuelve una brújula, un modelo a seguir. Que hoy en día exploten una variedad de etiquetas y propuestas sobre los géneros sexuales y sus características obedece al impulso humano de entenderse a sí mismo para encontrar el camino dorado que nos dé un poco de consuelo hasta buenamente morirnos. Me da un poco de tristeza, porque a veces parecen listas y atributos que uno escribiría para una hoja de papel bond y exponer en la secu, igual que se hace con las drogas y las enfermedades. Quizás convendría decirlo: entre más descubres lo que eres, te esperan más peleas ordinarias y vulgares sobre lo que deberías ser. Por eso existe la gente insoportablemente ambigua: escogen el camino de la sorpresa y si encuentran un sandwich en su camino, sin importar que tenga adentro, probablemente se lo van a comer. Nadie les dirá nada, eso sí.

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