I’m a spy in the house of love
I know the dreams that you’re dreaming on…
I’m the spy. The Doors
A René
El trabajo de Inteligencia de Estado ha padecido de todo, desde el estigma por la delgada línea que separa la obtención de datos del espionaje franco y la vulneración de la privacidad, hasta el mal uso de sus productos informativos con fines de coacción o cooptación a los opositores del gobierno. Sin embargo, el trabajo de Inteligencia de Estado es capital para la construcción de escenarios y toma de decisiones que aseguren la gobernabilidad de las sociedades. Por ello, quienes ejercen el trabajo de inteligencia están obligados a poseer una estatura ética intachable y un carácter profesional fuera de toda duda, ya que el producto de su trabajo puede prevenir y encauzar conflictos públicos, y con ello evitar desgaste para quienes gobiernan, pero también -sobre todo, y más importante- para los gobernados.
El trabajo de Inteligencia de Estado puede definirse como el proceso de obtención, tratamiento, análisis, y entrega de información, que los aparatos (sean civiles, policiacos, o militares) realizan con la finalidad de proveer a las personas encargadas de la administración pública de insumos de datos confiables, oportunos, y veraces, para la toma de decisiones políticas. Al ser una labor de Estado, debe hacerse con la discreción, la forma expedita, y en arreglo a los derechos humanos que el propio Estado se encarga de velar, para que -en el proceso de obtención de información- no se violente ninguna de las garantías individuales, ni de quien recaba, ni de quien se recaba la información.
El fin ético y deontológico de esta información es -indefectiblemente- para abonar a la gobernabilidad. Es decir, para asegurar que los procesos del ejercicio del poder (sea formal, factual, de grupos o facciones) se lleven a cabo dentro del marco legal, sin violentar a ningún sector de la población, y que el conflicto político natural de todas las comunidades no desborde en enardecimiento social. Para ello se da seguimiento a los grupos (sean de presión, de interés, o de coyuntura), a los liderazgos, a los modos del ejercicio del poder, y a la forma en la que la población participa en apoyo o en rechazo de este ejercicio. Así, con esta información, el aparato de gobierno puede tomar decisiones mejor fundamentadas en beneficio colectivo, y en preservación y depuración del propio Estado.
El trabajo de Inteligencia de Estado puede tener otras vertientes distintas de lo meramente político-electoral, y abarcar el espectro de la inteligencia policial para así detectar liderazgos criminales, composición de los grupos delincuenciales, modos de operación, alianzas estratégicas, ubicaciones, y redes de corrupción. Esto es especialmente sensible, porque el crimen organizado a gran escala es -efectivamente- un riesgo de gobernabilidad peor que la misma contienda política. Aquí, el trabajo de inteligencia debe ser aún más escrupuloso, porque los productos informativos de las pesquisas pueden terminar como elementos de cargo en procesos judiciales contra criminales, y el soporte de esa información debe estar totalmente sustentada en el derecho.
El Estado debe abonar al fortalecimiento de sus servicios de inteligencia, sobre todo en dos vertientes: la formación táctica y la formación ética. De esto depende que los servicios de inteligencia funcionen sin vulnerar los derechos humanos, con certidumbre, con eficacia y eficiencia. Sin embargo, el trabajo en los servicios de inteligencia es un trabajo ingrato: cuando resulta bien, nadie lo nota; pero cuando resulta mal, es desastroso. Más que desmantelar sus aparatos de inteligencia, el Estado debe elevar sus estándares, rechazar su uso para fines de persecución política, y proveerles de los elementos y la infraestructura para que su trabajo sea seguro, ya que ese trabajo puede llegar, no sólo a encauzar de mejor manera las luchas sociales, sino –incluso- a salvar vidas. Y de eso se trata el Estado, de preservar a nuestro colectivo en medio del conflicto.
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