Cuando hablamos de democracia comprendemos intuitivamente el término en un sentido positivo. Evaluamos políticas, regímenes, acciones y decisiones por qué tan democráticas son. Deseamos más democracia, y la queremos en los más diversos ámbitos. La democratización de sus espacios propios de acción es, para muchas personas, una meta personal, laboral y política. Así, cuando hablamos de democracia en este sentido, entendemos a la democracia como un valor. Pero existe una manera distinta, más acotada y neutral, de comprender el concepto democracia. La democracia es, en un sentido más restringido y estricto, un procedimiento para la toma de decisiones colectivas.
Al menos existen tres maneras de tomar decisiones que involucran los intereses de diversos individuos que forman una colectividad: la decisión puede tomarla una sola persona del colectivo, puede tomarla un subgrupo del total de individuos, o pueden tomarla todos los individuos en conjunto. Esta última posibilidad es la democrática: un procedimiento para toma de decisiones colectivas en la que todos los individuos cuyos intereses están involucrados en la decisión son las que las toman.
Si hablamos de democracia en este último sentido, el concepto se vuelve problemático. Pues, ¿por qué deberíamos considerar a priori como positiva esta manera de tomar decisiones? Está claro que muchas veces la toma democrática de decisiones es adecuada. Lo es, por ejemplo, cuando todos los individuos cuyos intereses pueden verse afectados por la decisión tienen la misma capacidad y conocimiento para tomar una decisión correcta o adecuada. Piensa por ejemplo cuando una familia tiene que decidir a qué lugar ir a pasar las vacaciones de verano. Si la decisión la toma una sola persona de la familia, seguramente otros miembros se verán afectados y decepcionados. Quizá el tío Miguel desea pasar unos días descansando, comiendo día y noche del abundante buffet de un hotel cinco estrellas en una playa popular, y bebiendo sin moderación en el surtido bar. Quizá la tía Martha quiere ir a conocer algún lugar exótico y vibrante, lo que implica caminar a diario largas horas bajo el rayo del Sol. Quizá los primos Juan y Pedro lo único que esperan es pasar todo el día chapoteando en la alberca. En casos como éste, lo conveniente es que todos los individuos negocien y estén involucrados en la decisión, no que uno sólo (madre o padre), o un subgrupo (padre y madre), tomen la decisión. Se busca que el resultado sea consensuado. Aquí habría un lugar adecuado para la toma democrática de una decisión, y lo habría porque, en primer lugar, no hay una sola persona o un solo grupo de personas que dispongan del conocimiento o capacidad para tomar la decisión adecuada por todos los integrantes del colectivo.
Pero existen otros casos en los que la toma democrática de decisiones no parece adecuada. Incluso cuando una decisión puede afectar a una colectividad muy numerosa, es posible que no todos sean capaces ni dispongan del conocimiento necesario para tomar una decisión que favorezca sus propios intereses. Piensa, por ejemplo, que el gobierno piensa construir un nuevo aeropuerto internacional en la capital del país en cuestión (éste es un caso ficticio, cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia). En un inicio podría parecer correcto preguntar a la población (mediante una consulta popular o un referendo) si un nuevo aeropuerto está dentro de sus prioridades y no otra obra pública más urgente y necesaria, pero habiendo tomado la decisión de construirlo, ¿sería correcto preguntarles en qué lugar desean que se ubique? ¿Acaso no esta segunda decisión depende de conocimientos de los que carece la enorme mayoría de la colectividad? Por ejemplo, esta decisión depende de conocimientos de los que disponen ingenieros civiles, ingenieros aeronáuticos, economistas, etc. La decisión no debería estar sujeta al mero contentillo de la población, aunque sus intereses se vean involucrados en ella. En casos como éste, los individuos delegan voluntariamente su participación en la toma de la decisión en el experto o el grupo de expertos que disponen del conocimiento para tomar una que vele por los intereses de todas y todos.
El papel de los expertos en una democracia suele ser problemático. Se piensa que esta manera de tomar decisiones (conocida como epistocracia) atenta contra la médula de los gobiernos democráticos. Pero no es así. La epistocracia es un método de toma de decisiones colectivas en la que un subgrupo del colectivo, integrado por individuos que disponen de los conocimientos y las capacidades necesarias para la toma de una decisión concreta, toma una decisión que se espera que cuide los intereses de todas y todos los miembros. Si la democracia no es un método adecuado siempre, hay lugar para otras formas de tomar decisiones, incluso dentro de un régimen democrático.
La democracia misma está en peligro cuando es concebida como una ideología sin más (en un sentido muy cercano al que dio Marx a este concepto). La democracia puede ser entendida como una visión deformada y deformante de la realidad, que destilan la clase o los grupos dominantes en un tiempo y contexto específicos, y que busca mantener su dominación. Los gobiernos populistas -tanto de izquierdas como de derechas- son ideológicamente democráticos, pero amenazan veladamente a los regímenes democráticos mismos. La democracia, lo sabía Karl Popper, es paradójica: las mayorías pueden elegir la tiranía, y así acabar con la democracia misma. Por ello, los regímenes democráticos sólidos no son ideológicamente democráticos. En otras palabras, para que un régimen democrático sea robusto y estable requiere de métodos mixtos en la toma de decisiones. Entonces, el populismo es, entre otras cosas, la extrapolación de la toma democrática de decisiones a contextos donde no es adecuada, para dar la impresión a la ciudadanía de que su participación política en decisiones concretas es importante y relevante. Los gobiernos populistas, adicionalmente, generan así una hiperpolitización de la vida pública, completamente dañina a la objetividad que requieren muchas tomas de decisiones. Por último, los gobiernos populistas hacen un fuerte favor al clima de posverdad que invade cada espacio público: no importan los datos ni los hechos, lo que importa es la inclusión política, las convicciones políticas y la popularidad. Así, concebir a la democracia como una ideología es la receta perfecta para la subordinación política de la realidad y para la catástrofe de la democracia.
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