Con decirte que ya son varios días sin salir,
puedes creerlo o no, pero he sido moderadamente infeliz.
Hice así una canción, y creí que verías en ello un piropo.
La escuchaste, y después me dijiste: “lo tuyo es del género bobo”…
Las inmensas preguntas – Nacho Vegas
Ante las políticas y directrices en materia de salud pública, para promover la contención de contagios por esta nueva cepa de coronavirus humano, es posible ver diversos tipos de reacciones; las que simplemente acatan recomendaciones que son casi de sentido común, como evitar el contacto físico, aumentar la intensidad de la higiene, tomar previsiones especiales con la población de mayor riesgo, y mantenerse en casa lo más posible; a otras formas de reacción indolentes y riesgosas, como aprovechar los tiempos de suspensión laboral o escolar como “vacación”, minimizar las recomendaciones de higiene y de distancia social, o acudir a sitios con aglomeración de personas. Sin embargo, hay otra especie de reacción que desnuda nuestro fracaso educativo y nuestras carencias en el pensamiento crítico: la que obedece al llamado pensamiento mágico.
Se encuentran en el mismo rango de estupidez las autoridades religiosas que se niegan a suspender los eventos litúrgicos y los oficios públicos de fe; como quienes creen que, con la oración, el decreto mental, las “buenas vibras altas”, o las estampitas de símbolos de credo, podrían protegerse de una infección viral. No hay un nivel de instrucción académica, o de formación práctica, que proteja a las poblaciones de estas taras; personas con doctorados, o con oficios muy bien entrenados, que –de ordinario- podrían pasar por gente inteligente, son susceptibles de padecer el sesgo cognitivo del pensamiento mágico.
Así, mientras que hay personas que son negligentes de vocación, y que -de suyo- son un riesgo comunitario por su indolencia; hay otras personas creen que “obran bien” al encomendarse al espectro metafísico para enfrentar una crisis de salud pública, y también implican un riesgo para sus colectivos. Sin embargo, su estulta convicción de “hacer lo correcto” vuelve difícil reconvenirles porque, al hacerlo, las víctimas del pensamiento mágico lo asumen como un ataque a sus creencias y a la construcción de su identidad.
Dicho de otro modo; quienes son indolentes por simple necedad, pueden ser reconvenidos si hay una didáctica de las consecuencias de sus actividades de riesgo; pero quienes llevan actividades de riesgo (como abrazar, besar, o convocar y acudir a sitios populosos) motivados por la presunta “protección” metafísica que les dan las estampitas, las oraciones, o las “buenas vibras”, difícilmente podrán ser persuadidos de las consecuencias negativas y riesgosas de su actuar, porque -justamente- ese actuar se funda en cómo han construido su interpretación de la realidad. Y reconvenirles puede constituir un ataque fundacional a lo que estas personas han hecho de sí mismas.
¿Qué podemos hacer ante las acciones de riesgo motivadas por la disonancia cognitiva de un numeroso sector de la población? Si ya antes la estupidez humana nos ha puesto en situaciones límite, con el capitalismo, la misoginia, la homofobia, el movimiento anti vacunas, el fanatismo religioso, el clasismo, o el racismo, sólo por mencionar ejemplos; ahora, con esta crisis de salud pública que puede colapsar los servicios médicos, desestabilizar el sistema económico (como siempre, en detrimento de los más desposeídos) o sobre exponer a poblaciones históricamente vulneradas y en situación de riesgo, la estupidez es simplemente de una suma intolerable.
Jean Jacques Rousseau afirmaba en El contrato social que, si las personas -en el uso legítimo de su libertad- atentaban contra la voluntad general; el estado se encontraba en la obligación de reconvenirlos, de administrarles los recursos didácticos al alcance para orientarles (no sólo en sus conductas, sino también en sus convicciones) hacia la preservación de la comunidad y de la voluntad general de esa comunidad. Este postulado, claro está, implica un debate sobre la libertad y sobre la responsabilidad; a cerca de la soberanía del estado como entidad superior a las voluntades individuales; y en torno a cómo nuestro derecho a ser estúpidos debe ser inalienable; pero también debe implicar la realidad de que, si acudimos a este derecho, debemos cargar sin remedio con la responsabilidad de la estupidez, ya que ésta, indefectiblemente, obra en detrimento de la preservación del estado de civilidad, y -acaso- de la especie.
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