Giovanni Sartori en ¿Qué es la democracia? refiere los peligros que corre la democracia ante el ideal de perfeccionismo: “Las democracias, en su gris actuar cotidiano, con frecuencia merecen poco crédito. Pero lamentarse de su actuación cotidiana es una cosa y desacreditarlas por principio, otra. Hay un descrédito merecido y otro inmerecido: el que deriva de un perfeccionismo que sin tregua aumenta mucho la apuesta. La ingratitud que parece caracterizar al hombre contemporáneo es la desilusión que acompaña con frecuencia a los experimentos democráticos. El verdadero peligro que amenaza a una democracia, que oficialmente no tiene enemigos, está en reclamar una democracia perfecta, lo que puede debilitar y derribar la que realmente existe”. ¿México es una democracia? Sí y punto. Después ponga los peros que quiera, que si en ciernes, que si en desarrollo, inconclusa, simulada, pero, sobre todo: imperfecta.
Hace unos días atendí un debate (no importa sobre qué y entre quienes) y me sobresaltó la facilidad con que quien se equivoca, antes que concederle al otro o rectificar, prefiere darle la vuelta calificando su falta de argumentos con que el asunto (cualquiera de ellos) es complejo; cada vez que se intentaba centrar el tema, se presentaban pruebas o hechos irrefutables, quien se negaba a perder contestaba con lo mismo: sí, pero es complejo. Como si el diálogo no tuviera entre sus virtudes la capacidad de desenmarañar un entramado para llegar a acuerdos.
La discusión de los asuntos públicos ha sido secuestrada por diversos grupos que creen que, por desempeñar un cargo, formar parte de la academia o de un grupo, sólo ellos pueden hablar de ciertos asuntos, abordar ciertos temas. En el caso de la política, decenas de un régimen autoritario redujeron a los ciudadanos a su condición de pueblo, esa masa que tiene ligeras nociones sobre sus responsabilidades, pero urge que se le satisfagan sus derechos. Organizados en pandillas que vendieron como partidos políticos, varios grupos desestimaron lo que la sociedad pensaba, requería o necesitaba, sacándola de la conversación; ¿cómo íbamos a saber más de nuestras necesidades que ellos que nos representaban?
También desde hace algunas décadas, el pueblo dejó esa condición para, sobre todo a través del ejercicio de la solidaridad, convertirse en sociedad civil. No pasó mucho tiempo para que otro grupo comenzara a indicar que ellos eran los verdaderos representantes de esas voces, y eligieron reducir la participación ciudadana a un discurso que desde las asociaciones se oponía al poder, a los políticos.
Recientemente, una mala entendida corrección política, nos ha polarizado en casi todos los temas, ante el riesgo de la exclusión se forman bandos para cada tema, no importa si cultural, económico o social. Se pinta una raya para que de un lado estén los que tienen la razón, los que son víctimas, los buenos, los conservadores, los de izquierda, las verdaderas feministas… lo que usted quiera, y antes que una conversación, comienza el intercambio de las diatribas, porque estar de un lado, implica un pensamiento monolítico al que corresponde tu idea del mundo, y dependiendo del lado de línea en que se te coloque, vas a contestar bien o mal.
Este es el contexto en que se asfixia nuestra conversación pública, la división en pequeños grupos bien intencionados a los que les urge que todos estemos mejor, pero ese bienestar primero corresponde a la satisfacción de las necesidades de un grupo; incluso cuando se llega a un acuerdo, se inconforman, pues no cumple en toda la extensión con la reparación de daños, injusticias o sinceridad al establecerse. Se trata de tener la razón, una que corresponde a la lógica del vencedor, de quien se lleva todo.
La conversación pública ya no es el campo en que se dialoga, invariablemente es una lucha en la que se debe decretar un ganador. No importa que esté demostrado que la historia no acaba, hay que segmentarla en episodios para decretar un vencedor.
Deliberar es una palabra hermosa, implica que se reflexiona antes de tomar una decisión, que se han considerado detenidamente los pros y los contras o los motivos por los que se toma. Quizá lo que le hace falta a nuestra democracia son más horas de deliberación y menos planos de edificios perfectos.
Coda. “Esta historia me gusta. ¿Podrías llamarme cada cuatro o cinco días y contarme otra parecida?” cuenta Jonathan Franzen que le pidió David Foster Wallace poco antes de sumirse por completo en un estado de angustia y dolor que, al final, llevarían al suicidio al autor de La broma infinita. Franzen ya no tuvo oportunidad de contarle una versión más de la historia que le gustaba a Foster Wallace, una que desembocaba en la decisión de no dejarse llevar por la pesadumbre, hacia la destrucción, y que finalizaba remarcando que “su mejor literatura estaba por venir”. Deliberar es contarnos historias.
@aldan




