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viernes, diciembre 5, 2025

Parientes/ A lomo de palabra 

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No soy experto, pero hasta donde entiendo sólo podemos tener un padre. El nosotros tácito al que aludo aquí somos todos, nosotros los sapiens, los únicos homínidos que quedan en el planeta Tierra. Y con un padre me refiero a un padre biológico. También entiendo que es obligado tener madre, al menos una, una madre biológica, quiero decir, y escribo al menos porque desde hace algunos años, muy pocos, sí es posible tener dos, dos madres biológicas: por medio ya sea de inseminación artificial o de fecundación in vitro o a través del tratamiento de reproducción asistida (Reception of OocytesfromPArtner), bien puede llegar al mundo un infante con dos madres biológicas, una, la que provea el óvulo, y la otra, quien lo geste es su útero. Pero son casos extraordinarios, estadísticamente despreciables, así que quedémonos únicamente con la forma natural de nacer…

Naturalmente, para que uno exista se requieren dos, dos personas, un papá y una mamá. Y ellos, a su vez, precisaron de cuatro: una abuela materna, un abuelo materno, y los dos paternos correspondientes. Y para que los cuatro abuelos, los de cualquiera, se hayan apersonado en esta dimensión terrena tuvieron que ocurrir actos de reproducción a cargo de cuatro bisabuelos y sendas bisabuelas, en tanto que ellas y ellos, los ocho, vivieron gracias a los afanes sexuales de 16 tatarabuelos… Sin embargo, suele pasar que si uno escudriña hacia atrás en su propio árbol genealógico alcanza a ver poco, en parte porque la memoria no sólo es corta, sino también selectiva, en parte porque las historias sentimentales inciden en los recuerdos. Yo, por ejemplo, tengo cierta perspectiva de mis raíces maternas, pero casi nula de las paternas. De los orígenes de mi padre sé quienes fueron sus progenitores, Rafaela Baltazar y Román Castro, mis abuelos, pero hasta ahí… En cambio, del lado de mi madre, de una de las dos ramas sé un poco más allá de los abuelos, la pareja que formaron Josefina Rivas de la Portilla y Roberto Ibarra Howard, una tamaulipeca y un duranguense avecindados en la Ciudad de México. Sé que la madre de la madre de mi mamá, mi bisabuela, quien murió semanas después de que yo fui alumbrado, se llamaba Aurora, jugaba ajedrez empedernidamente, alfabetizaba albañiles y empleadas domésticas en la cochera y tenía un humor negro que rayaba en la crueldad; leía y fumaba como energúmena y le gustaban los Gansitos Marinela. Del esposo de Aurora, el padre de mi abuela Josefina, tengo noticia de que llevó el nombre de José Rivas, que era oriundo de Altamira, Tamaulipas, y que falleció en un accidente ecuestre días antes de que naciera su única hija. Los recuerdos dan para más, aunque solamente un poquito más: en términos genealógicos, lo más antiguo que sé de mí mismo llega al abuelo de mi abuela materna, mi tatarabuelo, Genaro de la Portilla, quien era un militar yucateco, nativo de Tizimin, que abandonó las armas y su terruño para irse a probar suerte en el otro extremo del Golfo de México, Lomas del Real, Tamaulipas…, y le fue bien. Yo hasta ahí llego, a uno de mis 16 tatarabuelos; no paso, pues, del siglo XIX…. No sé absolutamente nada de ninguno de los 32 trastatarabuelos que necesariamente tuvieron que intervenir para que yo existiera. Entre ellos pudo haber conservadores y liberales, asesinos y santos, esclavos y conquistadores, mexicas y tlaxcaltecas, idiotas y sabios… No lo sé, porque no paso de cuatro saltos generacionales hacia atrás a partir de mí: dos padres, cuatro abuelos, dos bisabuelos y un tatarabuelo. 

En sentido contrario la cosa cambia: a partir de mis abuelos maternos, la laboratorista Josefina Rivas y el doctor Roberto Ibarra, puedo dar cuenta de toda su descendencia hasta ahora. Un montón de parientes, casi todos conciudadanos, aunque algunos ya de distinta nacionalidad a la mexicana: primero sus cinco hijos, enseguida la camada a la que mi hermano y yo pertenecemos junto con mis 15 primos, luego mis dos hijas con sus 29 primos, generación que ya ha procreado cinco vástagos, de los cuales dos de ellos han a su vez traído al mundo sendas niñas, Ámbar y Aitza, choznas de Josefina, así que para ellas dos mi abuela materna fue su trastatarabuela y don Genaro de la Portilla uno de sus 128 hexabuelos.

En su extraordinario libro Transcendence: How Humans Evolved through Fire, Language, Beauty, and Time (Basic Books, 2020), Gaia Vince expone: “Considere que tengo dos padres, cuatro abuelos, ocho bisabuelos, 16 tatarabuelos, y así sucesivamente. Retrocedamos 40 generaciones, unos mil años, y cada uno de nosotros tendrá alrededor de un billón de antepasados, lo cual es mucho más que la cantidad total de personas que han vivido alguna vez”. ¡Ah, caray! ¿Cómo se explica eso, si hace unos pocos años éramos mucho menos humanos infestando el planeta? Recuérdese: en el año 1 de nuestra era, hace poco más de dos mil años, no llegábamos ni siquiera a 200 millones de personas… ¡en todo el mundo! ¿Entonces? La misma Gaia Vince resuelve el acertijo: “… sólo tienes que retroceder 3000 años para encontrar al ancestro común más reciente de todos los humanos que vivimos hoy en la Tierra… Soy descendiente de Confucio y Nefertiti”. ¡Sólo 3000 años! Estamos hablando del año 980 antes de Cristo. Así que, además de con el tizimileño Genaro de la Portilla, tengo lazos consanguíneos, lejanísimos, pero lazos al fin, con Tersipo, cuarto arconte epónimo de Atenas, y con Usermaatra Setepenamon Amenemopet, faraón de Egipto, señores con quienes compartimos parentesco milenario usted y yo… y la persona que más mal pueda caernos.

 

@gcastroibarra

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