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viernes, diciembre 5, 2025

Desacuerdo y confrontación/ El peso de las razones 

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El 13 de diciembre de 1807, la madre de Arthur Schopenhauer, el filósofo alemán, le escribe a su hijo en una carta: “Durante los días en que tengan lugar mis reuniones puedes quedarte a cenar conmigo, con tal de que te abstengas de tus penosas disputas, que se me hacen molestas, así como de todas tus quejas sobre este estúpido mundo y la miseria humana, porque todo ello me hace pasar mala noche o tener malos sueños, y a mí me gusta dormir bien”. Es difícil no ser empático con ella: se sabe de la misantropía y el mal genio de Schopenhauer, quien prefería la compañía de su perro que la de cualquier animal de su propia especie. Si le imaginamos mientras participaba en una de sus nocturnas disputas, es difícil no sospechar que ellas fueran la causa del insomnio de su inocente madre. No obstante, mi hipótesis sobre sus malos sueños es un poco diferente a la suya.

Las personas suelen considerar al desacuerdo como una condición suficiente para una confrontación verbal. Si no estoy de acuerdo contigo, piensan algunos, eso nos llevará a una desagradable querella. Aristóteles pensaba que frente a una diferencia de opinión había un par de opciones iniciales: enfrentar o evitar la confrontación, aunque muchas veces no podemos evitarlas. Como hay discusiones inevitables, hay disputas inevitables, si pensamos que las primeras bastan para que se den las segundas. Las reuniones de la madre de Schopenhauer eran un espacio ideal para la cháchara laxa, el esparcimiento ligero y demás frivolidades que consideraban necesarias quienes pertenecían a la clase alta de la época (o simpliciter); y ‘desacuerdo’ parece no pertenecer al mismo campo semántico de ‘fiesta’, ‘agradable’, ‘relajado’, ‘superficial’, y demás. Por tanto, para la madre del filósofo las quejas y vituperios de su hijo no venían bien a sus reuniones, pues le parecían -de manera comprensible- molestas. Pero esto no nos dice mucho sobre sus malos sueños.

En primer lugar, debemos diferenciar a un desacuerdo de una confrontación verbal. El primero es una situación epistémica: eso quiere decir que indica una diferencia entre las creencias o grados de convicción de las personas que se encuentran en él. Por ejemplo, pude ser que yo crea que el gobierno debería cobrar más impuestos, y tú que debería cobrar los mismos que ya cobra, menos o ningunos; y puede ser que yo crea que debe cobrar más, y que tú no tengas ninguna creencia al respecto. El punto es que el desacuerdo describe un estado del mundo: cómo es una parte de él. Puedo, incluso, estar en desacuerdo contigo sobre el cobro de impuestos y podemos no saberlo, y puede que creamos que estamos de acuerdo y en realidad no lo estamos. El desacuerdo es un estado objetivo de la realidad, lo que quiere decir que puedo estar equivocado sobre si lo hay o no lo hay, y frente al desacuerdo podemos no hacer nada al respecto. A diferencia de éste, una confrontación es una situación dialéctica: una que, es cierto, puede surgir a raíz de un desacuerdo, pero también sin él. Podemos discutir acaloradamente aún estando de acuerdo, creyendo de manera equivocada que estamos en desacuerdo. Por tanto, aunque existe una correlación entre desacuerdo y confrontación (muchas veces afrontamos una diferencia de opinión discutiendo), los desacuerdos no son condiciones suficientes para la confrontación. Podemos hacer algo más que tener una reyerta a partir de nuestras diferencias.

En segundo lugar, solemos concebir al desacuerdo como un conflicto. Por ello decidimos ocultarlos, darles la espalda, evadirlos. Son la basura que escondemos al barrer debajo de la alfombra. No nos parecen agradables, nos parecen problemáticos. Pero, así como la confrontación no surge necesariamente ante el desacuerdo, podemos tomar una actitud distinta con respeto a él: verlo como una oportunidad de mejora. Cuando aireo mis desacuerdos contigo, tengo la oportunidad de que me corrijas si tienes mejores razones que las mías. Evitar el desacuerdo te cancela la oportunidad de adquirir creencias verdaderas y de abandonar las falsas; y como las creencias informan la acción, de disponer de medios más adecuados para mejorar nuestras acciones. No obstante, las personas suelen ser reacias a modificar sus creencias. El conservadurismo es para muchas personas la opción por defecto en su cableado mental.

Así, mi hipótesis, aunque acepta que a la madre de Schopenhauer su hijo le arruinaba la frivolidad típica de sus reuniones con sus disputas, no la considera inocente con respecto a sus malos sueños. Hace falta un frágil dogmatismo para considerar que develar desacuerdos y afrontarlos con nuestras interlocutoras mediante argumentos no podría ser una de las cosas más estimulantes de la vida. A diferencia de la madre de Schopenhauer, yo pertenezco al club de Montaigne: “El ejercicio más fructífero y natural de nuestro espíritu es, a mi entender, la discusión. Su práctica me parece más grata que la de cualquier otra acción de nuestra vida. Y ésa es la razón por la cual si ahora mismo me obligaran a elegir, aceptaría más bien perder la vista que perder el oído o el habla”.

mgenso@gmail.com

 

 

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