Y después se hizo el silencio, y el silencio fue a parar
a una especie de pesada y repartida soledad.
Y la soledad dio paso a un terror que, hacia el final,
nos mostró un mundo del que ninguno quisimos hablar…
Morir o matar – Nacho Vegas
Entre el final de octubre y el inicio de noviembre, en México, celebramos la tradición de honrar a nuestros muertos. Esta tradición es patrimonio de nuestra cultura y forma parte del folclor de diversas regiones del país. Esta tradición ha permeado desde las celebraciones populares, del barrio o la comunidad rural, hasta la institucionalización formal de la efeméride, conmemorada por las instancias públicas, dotándonos de identidad cultural, y haciendo especial la relación de lo mexicano con el símbolo de la muerte.
Desde tiempos rastreables hasta la época precolombina, nuestra relación con el símbolo de la muerte ha permeado en los diversos lenguajes artísticos, y en las festividades de amplias zonas del país; con mayor o menor sincretismo, sea hacia las fiestas de “todos los santos” y los “santos inocentes”, hasta las del Halloween, o incluso las conmemoraciones neo paganas que emergen como moda. En “lo mexicano” estas expresiones encuentran una impronta única. De hecho, esta relación simbólica es distintiva en la percepción global que se tiene sobre “lo mexicano”.
Sin embargo, más allá de la expresión folclórica y cultural, en nuestro país, la muerte violenta va cifrando su imperio, y rebasa los límites del simbolismo para asentarse como un hecho duro y real que nos cimbra de manera individual y colectiva. Sólo en este 2022, el promedio diario de homicidios dolosos se cuenta en 86 personas asesinadas al día. Mensualmente hay un promedio de unas 2,500 personas muertas por homicidio. En lo que va de 2022, el mes que menos asesinatos tuvo fue febrero, con 2,264; y el que más ha sido mayo, con 2,827 personas asesinadas.
Así, al cierre del próximo diciembre, como cada año en esta administración federal, podrán contabilizarse alrededor de 34 mil personas asesinadas; un total que supera los 130 mil homicidios en lo que va del sexenio. Pero no es un problema sólo de esta administración federal. La cuenta atroz de picos estadísticos en muertes por homicidio lleva ya casi dos décadas; ante esa continua ocurrencia de la muerte dolosa, corremos el riesgo de acostumbrarnos y normalizar una violencia sostenida como la que se vive en países con guerra.
¿Cómo resignificar nuestra relación simbólica con la muerte, cuando al mismo tiempo la muerte enriquece nuestro folclor y nuestra identidad cultural; pero, al mismo tiempo, a diario amanecen cadáveres colgando de puentes, personas decapitadas en una hielera, ejecuciones y masacres, ¿ante las que cada vez somos más indiferentes e impermeables?
El impacto colectivo en la normalización de la violencia nos pone en un riesgo para las generaciones venideras, ante las que morir por homicidio pueda ser algo tan habitual como morir de cáncer o de infarto. Ante esa impermeabilidad, se lastiman las urdimbres colectivas, y se erosionan las redes que nos unen a la comunidad. Eso tiene un resultado catastrófico para cualquier ciudadanía.
Si bien, nuestra relación simbólica con la muerte ha enriquecido nuestro folklore y nuestra cultura, la relación real que tenemos con la violencia pone en amenaza la preservación de la comunidad, de la estabilidad en todos los ámbitos, y supone uno de los retos mayúsculos que ni este gobierno federal ni los inmediatos anteriores han podido encarar de forma positiva. El reto no es menor, porque implica revisar nuestros procesos de construcción de humanidad, del valor de la vida, y de la fugacidad que tenemos ante el implacable imperio de la muerte.
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