Un nuevo personaje ha aparecido en la galería de horrores del cibercrimen: Víctor Noé “N”, detenido recientemente en San Luis Río Colorado, Sonora, y trasladado a Quintana Roo, donde lo esperaba algo más que un juicio: lo esperaban las investigaciones de seis países por delitos de pornografía infantil y trata de personas. Que no se diga que la globalización no funciona.
A Víctor Noé no lo detuvo el karma, sino un operativo coordinado entre la Fiscalía de Quintana Roo, la Guardia Nacional, la fiscalía de Sonora y, por supuesto, las siempre presentes agencias internacionales. Porque, aunque parecía moverse como pez en el agua en las profundidades de la web, la corriente lo terminó arrastrando a la orilla. Y no fue un golpe de suerte: fue una denuncia en Estados Unidos —sobre una víctima de apenas ocho años— la que prendió las alarmas y desató una investigación que expuso su red de engaños digitales.
Su especialidad, según las autoridades, era el grooming: esa práctica cada vez más conocida (aunque no por ello menos impune) en la que un adulto se hace pasar por menor para contactar a niñas y niños en videojuegos y redes sociales. Con esta fachada construía una “amistad” para después pedirles imágenes íntimas. Así de sencillo y así de aterrador.
El caso de Víctor Noé no solo evidencia la eficiencia de la colaboración internacional —cuando ocurre—, sino también lo absurdo de un mundo en el que un sujeto puede mantener identidades múltiples, manipular infantes en diferentes husos horarios y evadir durante años a las autoridades de seis países, incluyendo potencias con capacidades tecnológicas avanzadas. Pero bueno, nada que una denuncia no pueda comenzar a desmantelar… después de 14 víctimas, claro.
Las cifras no son ficción: dos víctimas en México (Quintana Roo y Veracruz), siete en España, dos en Argentina, una en Colombia, una en Venezuela y una en Estados Unidos. Una tragedia distribuida geográficamente, que expone no solo las fallas de los sistemas de protección infantil, sino también la velocidad con la que un solo individuo puede dañar en múltiples frentes gracias a la conectividad digital. Porque, al parecer, las fronteras existen solo para el pasaporte, no para el delito.
El Centro Nacional de Niños Desaparecidos y Explotados de EE.UU. emitió al menos ocho reportes relacionados con Víctor Noé “N”, mientras que la Policía Nacional de España (especialmente su sección de Ciberdelincuencia en Málaga), Ameripol, la Policía Nacional de Colombia, la Gendarmería Argentina, y hasta la División de Delitos Informáticos de Venezuela también le seguían los pasos. Una reunión de organismos que, si no fuera por el contexto, parecería el line-up de un congreso internacional de cooperación policial.
Actualmente, Víctor Noé “N” permanece recluido en el Centro de Reinserción Social del municipio de Benito Juárez, en Quintana Roo. Una ironía semántica: reinserción para quien se dedicó sistemáticamente a desintegrar infancias. Las autoridades mexicanas han prometido continuar con las investigaciones, localizar a más víctimas y, si es posible, desmantelar la red. Como si de pronto todos recordaran que hay un deber con la niñez más allá del discurso.
Y es que lo que este caso deja claro, más allá del perfil de Víctor Noé, es que el ciberespacio no es el lejano oeste sin ley que a veces se presume: sí tiene sheriff, pero llega tarde. El hecho de que los videojuegos —territorios supuestamente lúdicos— se hayan convertido en trampas para niñas y niños, debería bastar para replantear lo que se entiende por “seguridad digital”.
También deja un recordatorio inquietante: mientras padres, autoridades y plataformas discuten términos y condiciones, hay quienes ya encontraron las rendijas del sistema para operar impunemente. Víctor Noé no fue un hacker sofisticado ni un genio del mal: solo supo aprovechar la negligencia y la lentitud con la que la justicia suele navegar el ciberespacio.
Hoy, al menos, ha sido capturado. Pero el hecho de que se requiriera una alerta internacional y el rastreo de 14 víctimas para llegar a ese punto, debería preocuparnos más que tranquilizarnos.




