El hallazgo de una nueva fosa clandestina en Irapuato, Guanajuato, volvió a evidenciar la magnitud de la crisis de desapariciones y violencia en el estado. Durante un cateo realizado por la Fiscalía General del Estado (FGE) el pasado 23 de mayo, en un inmueble de la comunidad Rancho Nuevo del Llanito, agentes localizaron restos humanos distribuidos en al menos 16 bolsas. Mientras medios locales hablan de entre 15 y 16 cuerpos, la FGE ha evitado confirmar una cifra definitiva, alegando que los trabajos forenses siguen en curso.
La localización ocurrió en un domicilio ubicado en la calle Santos Degollado, cerca de una cancha de fútbol. La zona permanece bajo resguardo y se han trasladado los restos al Servicio Médico Forense (SEMEFO) para su análisis. La Fiscalía declaró que la identificación se llevará a cabo “con respeto y compromiso con las familias”, aunque en la práctica, enfrenta una crisis forense reconocida públicamente: más de 900 cuerpos permanecen sin identificar en sus instalaciones.
Este nuevo hallazgo no es un caso aislado. Guanajuato acumula al menos 660 fosas clandestinas desde 2009, con más de 1,245 cuerpos recuperados. De esas, más de 25 se han encontrado sólo en los últimos años en 10 municipios, con Irapuato como uno de los puntos más recurrentes. Los colectivos de búsqueda señalan que muchos de estos hallazgos se deben más a la labor de familiares organizados que a una estrategia efectiva del Estado.
El contexto no es menor: en Guanajuato hay registradas más de 5,500 personas desaparecidas, según datos actualizados de la Comisión Estatal de Búsqueda. Detrás de estas cifras, opera un entramado de criminalidad encabezado por organizaciones como el Cártel Jalisco Nueva Generación (CJNG) y el Cártel de Santa Rosa de Lima (CSRL), que se disputan el control del territorio en un clima de impunidad y violencia desbordada. Masacres, desapariciones y desplazamientos forzados ya son parte del paisaje cotidiano en el Bajío.
Lo más alarmante es que, mientras se despliegan operativos forenses y se difunden imágenes aéreas del procesamiento de los restos —como la que circuló recientemente mostrando una manta azul extendida para el conteo—, las autoridades electas se mantienen en silencio. Ni la alcaldesa de Irapuato, Lorena Alfaro (PAN), ni la gobernadora de Guanajuato, Libia Dennise García (PAN), han hecho declaraciones públicas sobre el hallazgo, como si la crisis fuera ajena o simplemente “demasiado compleja” para abordarla de frente.
En contraste, los colectivos ciudadanos —los verdaderos buscadores de justicia— siguen trabajando bajo amenaza y sin garantías. A menudo, su única protección es el anonimato y la fuerza del acompañamiento entre madres, hermanas e hijas que excavan la tierra porque el Estado, sencillamente, no llega.
El hallazgo en Rancho Nuevo del Llanito no es solo otra estadística en la geografía del horror guanajuatense; es una prueba más de la inercia institucional frente a una emergencia humanitaria. Cada cuerpo hallado no es solo evidencia forense: es la denuncia muda de un país que ha normalizado las fosas como si fueran parte del inventario rural.




