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viernes, diciembre 5, 2025

Nuevas banalidades, viejas frivolidades | El peso de las razones por: Mario Gensollen

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El peso de las razones 

Nuevas banalidades, viejas frivolidades

En las grandes ciudades del mundo occidental se ha vuelto casi un lugar común asistir a un despliegue milimétricamente estudiado de estilos de vida que, bajo la apariencia de autenticidad y singularidad, no hacen sino reproducir una homogeneidad profundamente banal. Cafeterías “artesanales” con vasos reutilizables de diseño escandinavo, espacios de coworking que simulan informalidad pero imponen una disciplina impersonal y silenciosa, barrios residenciales donde cada detalle -desde los buzones hasta la iluminación de las bicicletas eléctricas- parece haber sido decidido por un algoritmo de tendencias. Todo está pensado para que la experiencia sea perfecta, limpia, autosuficiente y, por supuesto, compartible. En Las perfecciones (Barcelona: Anagrama, 2023), Vincenzo Latronico retrata con minuciosa ironía ese universo estéticamente impecable donde el deseo de vida se confunde con el deseo de estilo, y la autoestima con el reconocimiento visual de los demás.

Pero este fenómeno no es únicamente una cuestión de gusto. No se resume en una moda más o menos efímera, sino que expresa un verdadero desplazamiento ideológico. La exhibición de estilos de vida supuestamente sustentables, inclusivos y responsables funciona como una nueva forma de distinción: la estética minimalista opera como capital moral. No se trata de vivir mejor, sino de representar la corrección moral a través de los objetos que se consumen, los espacios que se habitan y los hábitos que se proyectan. De ahí que ciertas formas de vida se vuelvan casi obligatorias, pese a su apariencia de libertad individual.

La estética de las sociedades urbanas contemporáneas ha sido colonizada por una nueva izquierda profundamente elitista, más interesada en la performatividad de los valores que en su aplicación real. Se ha producido una inversión curiosa: la ética ha dejado de ser una norma sustantiva para convertirse en un accesorio estético. Basta con elegir correctamente el café, el pronombre o el estilo de bicicleta para sentirse del lado correcto de la historia. Todo malestar político queda anestesiado por la exhibición permanente de microgestos virtuosos.

Este fenómeno tiene raíces anteriores. La vieja frivolidad posmoderna –que en los años ochenta se jactaba de haber disuelto toda verdad en el juego de los discursos– ha sido reciclada como ideología dominante. Lo que en su momento fue una crítica radical al universalismo y a las “grandes narrativas” se ha convertido en un dogma irrefutable: toda posición que invoque valores universales es inmediatamente denunciada como colonial, patriarcal o imperialista. Y, sin embargo, el resultado paradójico es una banalización del pensamiento crítico, reducido a una serie de mantras.

Lo más inquietante es que la crítica ha sido absorbida por aquello que debía criticar. La ironía, la sospecha y la desconstrucción han dejado de ser herramientas de emancipación para convertirse en una retórica automática, distribuida en masa por las redes sociales. De ahí el surgimiento de una nueva autoridad moral, completamente alineada con el statu quo: una autoridad que no necesita argumentar, sino tan solo señalar desviaciones con un gesto de suficiencia.

Mark Fisher ya advertía que el capitalismo contemporáneo incorpora sin dificultad las críticas que se le dirigen, integrándolas como parte del espectáculo. Las nuevas banalidades no son un error del sistema, sino uno de sus dispositivos más eficaces: producen pequeños placeres, generan la ilusión de una vida consciente y al mismo tiempo neutralizan cualquier forma de inconformidad real. Mientras tanto, los conflictos sociales de fondo -la desigualdad, la precarización, la degradación de los espacios comunes- quedan relegados a un plano secundario, como si no merecieran un esfuerzo intelectual sostenido.

El nuevo puritanismo de izquierda, que combina supremacía moral y estetización del estilo de vida, se vuelve particularmente visible en el rechazo gestual a todo lo que pueda resultar incómodo o ambiguo. Ya no se trata de discutir, sino de marcar distancia. De ahí la proliferación de condenas públicas, cancelaciones preventivas y dogmatismos revestidos de sensibilidad. Todo desacuerdo genuino se interpreta como agresión, cualquier matiz como traición.

Uno de los efectos más preocupantes de esta deriva es la sustitución de la deliberación pública por una estética de la indignación. El juicio moral instantáneo actúa como mecanismo de cohesión del grupo, mientras el razonamiento crítico se diluye en una sucesión interminable de gestos simbólicos. La consecuencia es una colectividad incapaz ya de enfrentarse a la complejidad de los hechos y atrapada en la reproducción automática de clichés “progresistas”.

David Rieff lo ha señalado con lucidez: buena parte de la cultura woke ha dejado de cuestionar los problemas reales para integrarse cómodamente a las lógicas de consumo y de poder que dice combatir. La indignación se convierte, así, en un ornamento sofisticado de la impotencia. El enemigo ya no es la desigualdad, ni la censura, ni el autoritarismo, sino cualquier forma de desacuerdo con el repertorio moral de la tribu.

Frente a esta saturación de apariencias virtuosas, el pensamiento crítico no consiste en aumentar la indignación sino en restituir la capacidad de pensar lo real, incluso cuando lo real no coincide con nuestras convicciones. Y esa restitución no pasa por cuidarse de consumir los objetos correctos, sino por reabrir espacios donde la discrepancia tenga un valor productivo, donde el argumento pese más que la señalización moral y donde el disenso no sea un escándalo, sino una condición básica de ciudadanía.

mgenso@gmail.com

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