El peso de las razones
Los golpes y las palabras
Hay días en que a la lengua le piden lo que no puede dar: que sea garrote o paredón. Y, sin embargo, la palabra no pega. Puede herir, humillar, encender, envenenar. Pero no es un puño. En la confusión creciente de nuestro tiempo hemos empezado a confundir los golpes con las palabras, la violencia explícita con la implícita; y esa confusión, moralmente cómoda, intelectualmente perezosa, políticamente peligrosa, lo desordena todo.
Conviene limpiar el terreno. Para el argumento que aquí sostengo es irrelevante quién jaló el gatillo, qué filiación política tenía, o qué historias privadas se intentan colgarle a la víctima o al agresor. También da lo mismo -para este argumento- el índice de simpatías o antipatías que cada quien tuviera por la víctima. Lo que importa es la distinción que estamos borrando: no es lo mismo decir que hacer, disentir que golpear, criticar que asesinar.
El hecho detonante es sobrio y terrible: el 10 de septiembre, durante un acto público en Utah Valley University, Charlie Kirk fue asesinado de un disparo. No necesito adornar el dato: su desnudez basta para que la conciencia se enderece.
Lo que siguió fue una marejada de imágenes: el video crudo replicado hasta el cansancio; capturas, acercamientos, ralentizados; un bucle audiovisual que convirtió un homicidio en material de consumo. No fueron “los medios” -esa abstracción útil para culpar a todos y a nadie-, sino millones de dedos reales compartiendo una y otra vez lo mismo: un cuerpo cayendo.
Y entre las réplicas apareció lo más inquietante: la celebración. Usuarios que aplaudieron, hicieron chistes, pidieron “el siguiente”. Plataformas como Bluesky tuvieron que recordar que festejar un asesinato violaba sus normas. Que exista la necesidad de recordarlo ya dice bastante del clima cultural.
Como si no bastara, el vacío inmediato de información fue llenado por rumores que se proclamaban certezas: afiliaciones inventadas, móviles teledirigidos, conspiraciones de ocasión. La prisa por convertir un hecho en munición produjo toneladas de basura informativa.
Pero el punto no es ése. El punto es la lógica que se consolida: la idea de que existe una línea recta, evidente y fatal, que va de ciertas creencias o palabras a la violencia física; que determinadas opiniones serían, por sí mismas, “golpes” que requieren defensa preventiva; que la polémica, si nos choca, equivale a agresión. Esa lógica -vestida con el ropaje noble de “combatir el odio”- convierte la vida pública en un espacio de inocentes y culpables por anticipado.
¿Hay palabras que cruzan umbrales morales y jurídicos? Sí: las amenazas, la incitación directa a la violencia, el hostigamiento que persigue a un individuo hasta su vida privada. Esos bordes existen y deben hacerse valer. Pero fuera de esos linderos rigurosos, expandidos por la historia del derecho precisamente para proteger la deliberación, empieza un territorio de fricciones inevitables donde lo sano no es penalizar, sino responder. Ahí la confusión entre golpes y palabras no defiende a las víctimas: es coartada para zelotes.
La ironía más macabra no reside en que Kirk defendiera el derecho a portar armas, sino en que repetía -con una claridad que ahora muchos citan- que cuando el diálogo se vuelve imposible, asoma la violencia. Es una vieja verdad: cuando dejamos de hablar, empiezan los golpes; cuando dejamos de argumentar, llega el exilio del adversario al territorio de lo inhumano.
La respuesta social al crimen mostró reflejos cruzados. En el memorial de Arizona, su viuda habló de perdón con una serenidad que desarma -y que desmiente, por contraste, los bríos vindicativos de tantos-; al mismo tiempo, el acto se convirtió en plataforma de instrumentalización política.
La economía emocional de las redes -y de buena parte de la conversación pública- recompensa el maximizar: o te sumas a la lapidación o eres cómplice; o aceptas que ciertas palabras “pegan” como puños o tú eres el que pega; o celebras o te callas. Con esos mimbres no se teje una democracia: se fabrica una liturgia.
A la confusión se añadió la mercantilización inmediata: camisetas tributo, iconografías de urgencia, imitaciones de la prenda del presunto tirador. Que el mercado convierta en mercancía hasta el espasmo social no es nuevo; lo degradante es que lo aceptemos como paisaje normal, sin siquiera inmutarnos.
Del otro lado, proliferaron castigos expeditos por expresiones repugnantes sobre el asesinato: despidos, expulsiones, linchamientos digitales. La discusión sobre dónde termina la opinión protegida y dónde empieza la amenaza real fue reemplazada por el automatismo del escarmiento. La cancelación estuvo mal cuando la llevaba a cabo la izquierda victimista; lo está ahora que lo hace la derecha vengativa. Un poco de coherencia no estaría mal para no atizar las brasas de la guerra cultural.
Conviene insistir en la distinción perdida. Las palabras pueden ser moralmente abyectas, sí; pueden ser injustas, crueles, mezquinas, irresponsables. Pero siguen siendo palabras. A la injuria se responde; al argumento, por malo que sea, se replica; a la desinformación, se corrige; al rumor, se le niega la credibilidad. El salto al delito ocurre cuando alguien cruza los límites que la ley, con razón, custodia: la amenaza concreta, la planificación de un daño, la llamada directa a cometerlo.
A quienes quieren borrar la frontera les seduce un atajo: si equiparamos la palabra odiosa con el golpe, podemos prohibirla en nombre de la paz. Falso. Esa ingeniería moral termina por justificar la violencia “defensiva” contra el que piensa distinto; y esa sí, no falla, trae golpes de verdad. Es el viejo sueño autoritario de desinfectar la plaza a punta de silencios.
Sé que a veces la distinción es incómoda: hay discursos que hieren, que degradan, que parecen preparar el terreno para agresiones futuras. Y sé también que la tentación de suprimirlos es fuerte. La tradición liberal no pide que aplaudamos lo que detestamos: pide algo más difícil, que defendamos las condiciones para rebatirlo sin policías del espíritu.
No confundamos firmeza con censura. Es posible -y urgente- sostener posiciones nítidas, denunciar errores, exhibir falacias, impugnar prejuicios, sin decretar que cada desacuerdo encierra una agresión. Lo otro -esa facilidad con que hoy nos declaramos heridos por el decir ajeno- es infantilización cívica.
Tampoco confundamos repudio con conversión. La indignación puede ser justa, pero sin argumentos se vuelve combustible de tribu. La deliberación, en cambio, exige esa virtud hoy tan impopular: la ecuanimidad. Oír, responder, matizar, conceder donde se deba, sostener donde haga falta. Nada de eso luce en video corto, pero es lo que sostiene a las repúblicas.
El asesinato de un opositor político no invalida sus ideas ni las santifica: lo que invalida -si algo invalida- son los argumentos contrarios mejor construidos. Y al revés: la muerte violenta de un adversario no canoniza nuestras certezas. Si aceptamos que los “golpes” pueden ser prevención legítima contra palabras que detestamos, pagaremos luego el precio cuando otro decida que nuestras palabras merecen sus golpes.
Desconfíen de quien diga que el idioma es una forma de puño. Es un truco conceptual para blindar la propia sensibilidad y criminalizar la ajena. Vivir con otros incluye convivir con lo que disgusta que otros digan; y la respuesta adulta a ese disgusto no es el garrote ni su versión digital, sino el contraargumento.
Regresemos a la plaza sin casco, pero con razones. Si hay una lección de estos días -más allá de la tragedia concreta, que merece duelo sobrio y justicia imparcial- es ésta: cuanto más confundimos golpes y palabras, más cerca estamos de normalizar los golpes y de vaciar de sentido las palabras.
Sostener esa frontera no es complacencia: es, justamente, la forma en que preservamos el único espacio donde todavía podemos convencer, rectificar, aprender, cambiar. La civilización empieza cuando dejamos de resolverlo todo a puñetazos y nos damos el lujo de hablar. No lo olvidemos ahora, cuando más falta hace.
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