El peso de las razones
A favor de todo lo bueno, en contra de todo lo malo
Hay una forma de activismo que se parece cada vez más a una caricatura de sí misma: una suerte de entusiasmo moral sin consecuencias, una performance de la virtud que termina por anular aquello mismo que dice defender. Ser “a favor de todo lo bueno y en contra de todo lo malo” (frase feliz de Sergio Candanedo) no compromete con nada, no exige comprensión ni riesgo. Basta con repetir consignas, adoptar hashtags, posar indignado frente al espejo digital. Así se construye hoy una parte considerable del prestigio moral: no a partir de la acción ni de la reflexión, sino de la visibilidad.
El problema no es la causa, sino el yo que la protagoniza. La lucha deja de ser un medio para transformarse en un escenario. No se milita por algo: se milita desde algo, desde un yo que busca acreditarse, purificarse, mostrarse alineado con las causas correctas. El activismo deja entonces de ser una forma de intervenir en el mundo para convertirse en una forma de presentarse ante el mundo. Y como toda presentación, depende más de la estética que de la ética.
Hay activismos que funcionan como franquicias morales. Ofrecen paquetes ideológicos listos para usar: causas, enemigos, slogans, un vocabulario propio y, sobre todo, la comodidad de no tener que pensar demasiado. Basta con suscribirse. El pensamiento crítico se reemplaza por la adhesión automática; la deliberación, por el aplauso ritual. Es una economía simbólica perfecta: uno se siente justo, lúcido y combativo sin pagar el costo de la duda.
El exceso de visibilización produce, paradójicamente, una nueva forma de invisibilidad. Al convertir cada denuncia en contenido, cada tragedia en historia compartible, se diluye la gravedad del asunto en el flujo incesante de publicaciones. Lo que debía iluminar una injusticia acaba por integrarse a la rutina del entretenimiento moral. En la lógica de las redes, todo puede ser denunciado, pero nada permanece.
El gesto que pretendía amplificar voces ajenas termina absorbiéndolas. La víctima se vuelve pretexto, no sujeto; la causa, escenario, no urgencia. El activista, en su afán de mostrarse comprometido, termina usurpando el lugar del otro. “Yo te visibilizo” significa en muchos casos “te uso para visibilizarme”. La injusticia se convierte en combustible narrativo: cuanto más indignante, mejor engagement.
La buena conciencia se ha convertido en una industria. Produce indignación en serie y la distribuye bajo el formato del trending topic. Pero lo que no produce, casi nunca, es transformación. Porque transformar requiere algo menos espectacular y más paciente: entender las causas, aceptar los matices, negociar, persuadir, construir acuerdos. El activismo performativo, en cambio, no puede negociar: su fuerza proviene de la pureza de su causa. Si la pierde, se desactiva.
Esa pureza es su mayor debilidad. La obsesión por no contaminarse con el mal termina impidiendo cualquier contacto con la realidad, que siempre es ambigua, confusa, gris. En la práctica, ese idealismo puritano desemboca en una política de exclusión moral: quien no coincide del todo es sospechoso, tibio, cómplice. Y así, lo que empezó como crítica termina como inquisición.
El nuevo dogmatismo se disfraza de conciencia crítica. Pero la diferencia es crucial: el crítico duda, el dogmático señala. El primero busca entender; el segundo, condenar. En nombre del pensamiento libre, muchos activistas reproducen los mismos mecanismos de censura y ortodoxia que denuncian en los otros. La palabra “interpelar”, usada con tanta frecuencia, suele significar “obligar a coincidir”.
Quizá el rasgo más preocupante del activismo contemporáneo sea su desinterés por la eficacia. Lo que importa no es que algo cambie, sino que algo parezca cambiar. El objetivo no es resolver, sino denunciar. Y en la medida en que la denuncia se vuelve un fin en sí mismo, el problema real se convierte en accesorio. Si la indignación produce aplausos, ¿para qué arruinarla con soluciones?
El activismo sin pragmatismo se parece a una religión sin misericordia: exige pureza, pero no ofrece redención. No busca convencer, sino distinguir. No quiere aliados, sino seguidores. Y los seguidores, por definición, no piensan; repiten. Se pierde así el sentido político de la acción colectiva: el de construir algo común.
Hay también un fetichismo de la marginalidad. Algunos activistas parecen necesitar que el mundo permanezca injusto para justificar su identidad combativa. La injusticia se convierte en una fuente de autoestima moral: cuanto más opresiva sea la sociedad, más heroico su papel. Por eso la resolución de los conflictos no siempre es bienvenida: amenaza con dejar sin escenario al actor.
A veces la causa elegida es tan evidente que sorprende la insistencia en “visibilizarla”. Hay luchas que ya son visibles, reconocidas, incluso institucionalizadas. Pero el activista necesita visibilizar de nuevo lo visible, no por la causa, sino por la imagen. Porque si todo está resuelto, ¿de qué se vive simbólicamente?
El pensamiento se clausura cuando la causa se vuelve un dogma. No se puede discutir, solo adherir o ser excluido. Y la exclusión, paradójicamente, refuerza el sentido de pertenencia de los incluidos. El círculo se cierra: el activismo se convierte en una comunidad moral autorreferencial donde las consignas sustituyen a las ideas y la indignación reemplaza a la reflexión.
Hay algo profundamente conservador en ese progresismo moral. Su lucha no es contra el poder, sino por el prestigio; no por transformar el mundo, sino por ocupar el lugar del sacerdote. Se predica, se expulsa, se excomulga. Se confunde justicia con pureza, emancipación con pertenencia, pensamiento con consigna.
El verdadero compromiso no necesita espectáculo. A menudo ocurre lejos de las cámaras, sin hashtags ni conferencias. Implica negociar con la realidad, aceptar el error, corregir el rumbo. La ética de la acción no presume: actúa. Pero esa ética discreta no da likes, y por eso el mercado simbólico del activismo la desprecia.
Quizá el signo más claro de nuestra época sea que ya no queremos transformar el mundo, sino parecer transformadores. Hemos reemplazado la acción por la autoexposición, la justicia por la validación, la convicción por la pose. Nos contentamos con estar “a favor de todo lo bueno y en contra de todo lo malo”, como si eso bastara para eximirnos del esfuerzo de pensar qué es, exactamente, lo bueno y lo malo.
La ironía final es que, en su cruzada por la autenticidad, el activismo más visible termina siendo el más inauténtico. Porque no habla desde la experiencia, sino desde la necesidad de significar. Y así, en el intento de iluminar el mundo, no hace sino proyectar su propia sombra sobre él.
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