El peso de las razones
La nueva gramática del agravio
Hay épocas en las que las palabras se agotan, no por falta de uso, sino por su repetición inclemente. Ciertos términos circulan de boca en boca hasta vaciarse de contenido: palabras que nacieron para nombrar lo inaceptable, lo insoportable, lo que urge reparar, han sido absorbidas por una lógica que las convierte en comodines retóricos. De tanto invocarse sin distinción de contextos, sin atención a los matices, sin someterse a la exigencia de justificación racional, han dejado de decir algo preciso para volverse gritos de pertenencia. No son ya el inicio de una conversación, sino su clausura. Con ellas no se argumenta: se interrumpe, señala, expulsa. Se recita la consigna que asegura la pertenencia a un bando.
Esta nueva gramática se rige por una semántica de la sospecha. Ya no se trata de saber si un argumento es sólido, sino de detectar si su enunciador pertenece a una categoría identitaria legítima. No se discute la proposición, sino la posición. La pregunta no es “¿qué quiere decir esto?” sino “¿quién lo ha dicho y desde dónde habla?”. Bajo esta lógica, la identidad sustituye al argumento, y el testimonio personal reemplaza a la evidencia intersubjetiva. En lugar de fortalecer la conversación pública con una polifonía de perspectivas, se establece una jerarquía de autorizaciones que silencia a quienes no portan las credenciales correctas. Esta deriva no es emancipadora; es profundamente reaccionaria. Porque reinstaura una forma de esencialismo que muchos pensábamos superada: el valor de una idea depende no de su coherencia o relevancia, sino del cuerpo que la pronuncia.
Al reducir lo público a un teatro moral, donde cada intervención debe demostrar alineación emocional con las causas correctas, lo que se erosiona es la posibilidad misma del disenso respetuoso. Ya no basta con disentir: hay que hacerlo desde un lugar emocionalmente adecuado, con los gestos, las inflexiones, las reverencias que aseguren que uno ha interiorizado el credo. Y como toda ortodoxia, esta nueva moral pública exige señales de fe. No basta con estar a favor de la justicia: hay que demostrarlo performativamente. No basta con oponerse a la discriminación: hay que hacerlo en los términos correctos, con el tono adecuado, bajo el léxico sancionado. El resultado es una política de la representación donde el fondo importa menos que la forma, y la forma menos que el ritual. Así, la indignación se vuelve un acto reflejo, una coreografía que impide pensar porque ya se ha decidido de antemano qué debe pensarse.
La consigna, en este clima, se convierte en la unidad básica del discurso político. Como los aforismos en tiempos de incertidumbre, la consigna da seguridad, simplifica, reconforta. Pero también empobrece. No hay en ella espacio para la ambigüedad, la ironía, el examen. Es cerrada por diseño, impermeable a la objeción. ¿Qué se puede responder ante frases como “el silencio es violencia”, “no hay neutralidad en la opresión”, “creer siempre a las víctimas”? El que disiente, aunque sea con argumentos razonables, queda inmediatamente bajo sospecha. La consigna funciona como un filtro moral: quien la repite es aliado; quien la cuestiona, enemigo. Y en esa lógica binaria, la deliberación se vuelve superflua. No se busca convencer, sino movilizar. No se quiere persuadir, sino fidelizar. Es una política del eco, no de la conversación.
Desde luego, no toda consigna es despreciable. Las hubo, y las hay, que condensan décadas de lucha y que pueden funcionar como punto de partida para la acción colectiva. Pero lo que está en juego aquí es el uso indiscriminado, mecánico, de ciertas fórmulas que no admiten contestación. Una política saludable puede servirse de consignas; una política empobrecida se reduce a ellas. Y lo que estamos presenciando en ciertos espacios de la nueva izquierda no es un uso estratégico del lenguaje, sino una dependencia casi supersticiosa de ciertas fórmulas que garantizan pureza ideológica. Este fetichismo del enunciado correcto reemplaza la vigilancia crítica por el aplauso automático. El lenguaje deja de ser instrumento de interrogación para volverse contraseña de acceso. Y como toda contraseña, no interesa por lo que dice, sino por la puerta que abre.
Uno de los efectos más corrosivos de esta lógica es la desaparición del desacuerdo fértil. No todo disenso es productivo, desde luego, pero sin disenso no hay pensamiento. El desacuerdo obliga a justificar, a escuchar, a revisar las propias premisas. Pero en un entorno donde cualquier matiz puede ser leído como afrenta, disentir se vuelve un acto temerario. El costo simbólico de formular una objeción, de plantear una duda, de sugerir una alternativa, es tan alto que muchos prefieren callar o simular acuerdo. No se trata de miedo al error, sino a la condena moral. Y así, los espacios que deberían ser laboratorios de ideas se convierten en cámaras de resonancia. El pensamiento se atrofia por falta de fricción. Las mejores mentes aprenden a autocensurarse. Y el resultado es un consenso hueco, mantenido no por convicción, sino por miedo al exilio discursivo.
Este fenómeno no es sólo retórico; tiene consecuencias epistemológicas serias. La sustitución del argumento por la consigna debilita la posibilidad misma de producir conocimiento compartido. Si cada afirmación debe validarse no por su contenido, sino por su ubicación dentro de una red afectiva-política previamente establecida, entonces se disuelve la noción de un espacio racional común. El desacuerdo deja de ser una ocasión para el esclarecimiento y se convierte en campo de batalla entre subjetividades cerradas. La conversación pública se vacía de criterio argumentativo y se llena de emociones no examinadas. No hay deliberación, hay choque de testimonios. No hay evaluación crítica, hay contabilidad de agravios. El espacio público se sentimentaliza hasta el punto de volverse inviable como espacio de pensamiento.
En ese contexto, la figura del hereje reaparece con fuerza. No el hereje que profesa una doctrina rival, sino aquel que plantea dudas dentro del templo. El que no repite lo que debe ser repetido. El que interrumpe el flujo litúrgico con una objeción inesperada. La reacción ante él no es racional, sino sacrificial: se le señala, aísla y castiga. No importa cuán sólida sea su crítica, ni cuán afín sea en lo esencial. Su pecado es no haber obedecido a tiempo. En la nueva moral progresista, la obediencia ha sustituido a la reflexión. El que piensa demasiado, el que matiza, el que duda, es sospechoso. Se espera de uno una adhesión inmediata, sin vacilaciones, sin contexto. Como en todo régimen punitivo, la penitencia llega antes de la prueba. Y así, en nombre de la justicia, se reinstaura una forma de vigilancia que recuerda a los viejos sistemas inquisitoriales, sólo que ahora se ejerce desde cuentas anónimas y hashtags.




