El peso de las razones
La guerra abierta contra el conocimiento
Vivimos una época en la que el ruido mediático ha eclipsado no solo el sentido común, sino incluso la experiencia básica de realidad compartida. La proliferación de relatos estrafalarios, terapias milagro y teorías de conspiración ha ido socavando la solidez de nuestras creencias compartidas. La desinformación ya no es una anomalía del ecosistema digital: es su atmósfera natural, un aire enrarecido que respiramos sin darnos cuenta. Circula con la insolencia de quien ya capturó la conversación pública, hoy convertida en una competencia de visibilidad donde importa más sumar seguidores que aportar pruebas.
La moda de las terapias alternativas -cada vez más holísticas, energéticas o cuánticas- es apenas la fiebre superficial de un mal más profundo. Resulta casi grotesco: una civilización capaz de mapear el genoma humano se deja seducir por goteros mágicos, rituales aromáticos o cuarzos vibracionales que prometen una armonía que la medicina “ortodoxa” no sabe dar. La explicación es menos misteriosa de lo que parece. Lo inmediato consuela; el verdadero conocimiento exige paciencia, rigor, método. Y en una cultura que ha convertido la impaciencia en virtud, pedirle disciplina a alguien es casi un insulto. ¿Quién quiere demorarse en aprender cuando el mercado ofrece atajos emocionales?
El terreno llevaba años abonado. Las noticias falsas, las supersticiones recicladas y las soluciones virales prosperan en la intuición contemporánea de que la verdad es un asunto estrictamente personal. “Yo tengo mi verdad” dejó de ser una frase de autoayuda para convertirse en un reclamo político de primera línea. Ese desplazamiento tiene un costo enorme: cuando cada uno porta su “verdad” como amuleto identitario, la evidencia deja de tener fuerza de interpelación y el desacuerdo pierde cualquier posibilidad de resolución racional.
A este clima se suman los populismos de todos los signos, unidos por un denominador común: la sospecha sistemática hacia cualquier forma de élite. Esta desconfianza, que inicialmente parecía una saludable exigencia democrática, terminó volviéndose un arma de demolición masiva. Tras desacreditar a élites económicas, culturales y políticas, el populismo terminó también arrasando con las élites epistémicas: científicos, expertos, investigadores, profesionales entrenados para distinguir entre lo plausible y lo disparatado. En el nuevo imaginario político, el conocimiento especializado se vuelve sospechoso por definición.
El resultado es una desconfianza transversal que no respeta fronteras ideológicas. Ya no se cree en partidos, pero tampoco en los datos; se desconfía de los gobiernos, y de paso de los médicos, los climatólogos, los epidemiólogos, los ingenieros. La desconfianza opera como un ácido lento: quienes denuncian el poder de las élites terminan entregándose sin resistencia a caudillos que solo necesitan un enemigo imaginario para consolidar su influencia.
De este vacío brota un relativismo dogmático, una mezcla perversa entre escepticismo mal digerido y sentimentalismo político. Si toda opinión vale lo mismo, ¿para qué escuchar a los especialistas? ¿Para qué distinguir entre evidencia y ocurrencia? La ciencia se diluye en un océano de opiniones y pierde su carácter de método. Un artículo científico cuidadosamente revisado se vuelve indistinguible de un tutorial en TikTok.
Lo irónico es que esta supuesta democratización del saber es profundamente autoritaria. Obliga a tratar por igual creencias que no soportan el mínimo escrutinio. La igualdad mal entendida se vuelve un blindaje para prejuicios, supersticiones y convicciones frágiles que solo sobreviven en ecosistemas donde nadie pide razones. De pronto, proteger cualquier creencia irracional se vuelve un acto de justicia social, aunque los hechos digan lo contrario.
En este clima, cuestionar una creencia irracional se percibe como una agresión personal. Pedir evidencia es elitismo. Mostrar datos es una falta de respeto. El debate público se reduce a coreografías de susceptibilidad, donde la fragilidad emocional suplanta el interés por comprender. No se discute para entender, sino para sobrevivir a la incomodidad del desacuerdo.
Los populismos han entendido perfectamente este paisaje. En sociedades polarizadas, ganar la guerra de narrativas es más rentable que construir políticas públicas. Importa más la historia que moviliza emociones que aquella que se sostiene en datos verificables. Las elecciones se vuelven concursos de ficción: vence quien narra mejor, no quien razona mejor.
Los líderes lo saben y actúan en consecuencia. Niegan datos, ridiculizan estudios, desacreditan instituciones científicas completas con una frase pegajosa. La política-espectáculo no tolera la cautela, la complejidad ni la lentitud de la ciencia. Necesita enemigos claros y promesas inmediatas. La evidencia científica, llena de matices, tiempos largos y márgenes de error, estorba en ese escenario. Esta guerra de relatos erosiona el suelo común indispensable para la deliberación democrática. Sin un acuerdo mínimo sobre los hechos, la conversación pública se convierte en un campo minado: todo se interpreta como ataque, todo se convierte en identidad, todo se vuelve irrenunciablemente personal.
Cuando ese suelo común desaparece, la democracia se vuelve una coreografía de voces sin escucha. La sociedad deja de razonar colectivamente para convertirse en un coro disonante de certezas íntimas. Cada tribu grita desde su burbuja; cada ciudadano se vuelve predicador de su propia convicción autorreferencial. La ironía es brutal: en nombre de la emancipación del pensamiento se destruye la capacidad de pensar; en nombre de la libertad de opinión se anula la libertad de discutir; en nombre del pueblo se aplaude a charlatanes que viven de manipular la incertidumbre y explotar el resentimiento.
Sin embargo, esta fatiga no puede servir de excusa para la renuncia. Defender el conocimiento no es elitismo; es una responsabilidad cívica elemental. No hay democracia estable sin instituciones epistémicas sólidas, ni futuro posible si el autoengaño se convierte en norma de convivencia. Y no se trata de idealizar a los expertos ni de pretender que la ciencia es infalible. Se trata de entender que, en un mundo donde la mentira se ha vuelto rentable, la honestidad intelectual es un acto de resistencia. Pensar, exigir pruebas, sostener dudas razonables: todo eso también es resistencia.
Quizá este sea el verdadero combate de nuestro tiempo: una defensa paciente y responsable del conocimiento frente a la seducción de relatos reconfortantes. No se libra con indignación ni con dogmas, sino con razones, con persistencia pública y con la humilde convicción de que conocer es preferible a creer por comodidad.
Al final, la guerra contra el conocimiento no se gana derrotando enemigos, sino reconstruyendo el suelo común que permite discrepar sin miedo. Ese suelo es frágil, pero aún existe en quienes siguen creyendo en la conversación honesta, en la evidencia y en la posibilidad de razonar juntos. Defendamos eso: la posibilidad de comprendernos. Sin ella, no queda nada.
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