El peso de las razones
La incomprensión del adversario
La nueva izquierda ha encontrado una solución tan fácil como destructiva para el disenso: llamar “fascista” a todo aquel que no abrace sin reservas sus dogmas. El término, que debería reservarse para designar una de las aberraciones políticas más brutales del siglo XX, ha terminado convertido en comodín retórico para desacreditar todo matiz y duda, incluso cuando provienen de simpatizantes de la propia izquierda. Esta banalización del mal en escala doméstica permite simplificar la conversación pública y suprimir cualquier complejidad. Lo inquietante es que en esa misma simplificación se incuban dos peligros que la retórica gesticulante pretende ocultar.
El primero de ellos: cuando todo es fascismo, nada lo es. La inflación semántica vuelve aceptable lo que debería seguir produciendo escalofríos. Un joven sin brújula histórica no distingue ya entre Mussolini y un periodista incómodo; entre la marcha sobre Roma y un artículo crítico; entre los camisas negras y un profesor de universidad que expresa reparos frente a algún exceso identitario. El resultado es un blanqueamiento del verdadero fascismo, el cual pierde su espesor moral y carga histórica. Se vuelve meme e insulto barato.
Pero el segundo peligro es más corrosivo: esta actitud revela una incomprensión profunda. No hay nada más útil para el extremismo que un adversario simplificado. La nueva izquierda cree que “la derecha” es un bloque homogéneo, un archipiélago uniforme de reaccionarios que se diferencian sólo en matices de su odio imaginario. Nada más lejos de la realidad. Las derechas contemporáneas son un abanico complejo de posiciones, muchas veces enfrentadas entre sí, que sólo un dogmatismo miope puede confundir.
Tenemos al etnonacionalismo, que se aferra a una identidad originaria y a una idea excluyente de comunidad. Es la derecha que cierra filas en torno a la homogeneidad moral, cultural o religiosa. Su horizonte político es la restauración: un retorno a un “gran” país que nunca existió. Para ellos, la diferencia es amenaza; la pluralidad, decadencia. Son quienes pueden coquetear con los impulsos más oscuros del siglo pasado.
Muy distinta es la derecha conservadora clásica, que no necesita delirios identitarios para existir. Se trata de la derecha del orden, la prudencia y el respeto a las instituciones. Es la que desconfía del cambio rápido, no por odio ni por xenofobia, sino por un principio de continuidad social. Hay en ella un cierto recelo filosófico ante la ingeniería social, una preferencia por el equilibrio sobre la ruptura. Puede ser terca, pero no es totalitaria.
Otra cosa es el liberalismo económico, cuyo ADN no es moralista sino pragmático. Para ellos, el problema no es la identidad sino la interferencia del Estado. No buscan imponer valores tradicionales ni cerrar fronteras: buscan reducir regulaciones, flexibilizar mercados, confiar en la dinámica espontánea de la sociedad civil. Su visión es economicista, no teológica. Y no pocas veces chocan frontalmente con los conservadores, sobre todo cuando estos últimos quieren legislar sobre la vida privada.
Y luego está el libertarismo, que en muchos sentidos es el reverso especular del identitarismo de izquierda. Si la nueva izquierda quiere usar al Estado para corregir todas las injusticias percibidas, el libertarismo quiere un Estado mínimo que desaparezca del campo visual. Esa derecha no es nostálgica ni reaccionaria: es utópica. Su obsesión no es la nación ni la identidad, sino la autonomía radical del individuo, incluso a costa del tejido comunitario. Son anarquistas de mercado.
En el plano cultural, las derechas tampoco son homogéneas. Están quienes defienden un liberalismo moral -una derecha culturalmente progresista y económicamente conservadora- y quienes reivindican la tradición como fundamento ético. Están los que luchan por la libertad de expresión, incluso cuando implica tolerar discursos incómodos, y los que, paradójicamente, coquetean con las mismas censuras que critican en la izquierda radical. Si algo caracteriza hoy a las derechas es su pluralidad interna.
También están quienes no encajan en ninguna de estas categorías, pero que la nueva izquierda etiqueta como enemigos por el simple hecho de no compartir su ortodoxia. Entre ellos se cuentan académicos, artistas, periodistas o ciudadanos que se identifican con tradiciones igualitarias o progresistas, pero que no están dispuestos a sacrificar la deliberación, la evidencia o la universalidad para satisfacer los caprichos de una nueva moral de pureza.
Yo me encuentro ahí: cercano a la tradición socialdemócrata. Esa izquierda que cree en la redistribución, los servicios públicos y el Estado social; pero que también cree en la libertad como valor político irrenunciable, en la deliberación como fundamento de la democracia, y en la igualdad como proyecto universal, no identitario. La socialdemocracia -la vieja izquierda, dirían con desdén los conversos recientes- entendió siempre que el conflicto político no es una guerra civil aplazada, sino una conversación áspera pero necesaria entre posiciones divergentes.
La nueva izquierda, sin embargo, parece haber renunciado a esa tradición. Prefiere la pureza al pluralismo y la consigna al argumento. En su afán por mantener un relato heroico, necesita un enemigo absoluto. Y cuando no lo encuentra, lo fabrica. Así, quien pide evidencia es reaccionario; quien introduce matices es tibio; quien señala contradicciones es traidor; quien defiende instituciones es neoliberal.
El uso indiscriminado del término “fascista” es parte de esa maquinaria. El fascista útil no es el verdadero, sino el imaginario: aquel que permite reactivar la épica de la resistencia y sostener el relato identitario de una izquierda que se percibe a sí misma como minoría virtuosa, asediada por un enemigo ubicuo. Esta narrativa, además de ser irresponsable, inhibe cualquier comprensión del adversario real.
Nada de esto significa negar la existencia del fascismo contemporáneo. El fascismo existe, muta, se disfraza, reaparece en nuevas formas. Precisamente por ello no deberíamos diluir su significado. Llamar fascista a quien no lo es no sólo trivializa la tragedia histórica: debilita nuestra capacidad de reconocer y enfrentar al fascismo verdadero cuando efectivamente asoma.
Además, la incomprensión del adversario es un lujo que ninguna democracia puede permitirse. Una democracia sana necesita desacuerdo y voces discordantes. La retórica puritana que aplana a todos los críticos bajo la misma etiqueta es incapaz de sostener conversaciones públicas robustas. Sin ellas, la política se convierte en dogma y autoritarismo blando.
De hecho, cuando la nueva izquierda renuncia a la comprensión del adversario, renuncia también a comprender a sus propios aliados potenciales. Se encierra en una identidad política estrecha, incapaz de sumar y persuadir. Quien no coincide punto por punto con su programa es expulsado a la categoría de enemigo objetivo. Así no se construyen mayorías; así se fabrican sectas.
Pero hay un riesgo adicional: la incomprensión vuelve inefectiva cualquier estrategia política. Si confundes a un libertario con un neonazi, ¿cómo vas a prevenir el ascenso del autoritarismo real? Si confundes a un socialdemócrata crítico con un reaccionario, ¿cómo vas a articular coaliciones amplias que frenen los abusos del poder? Si confundes a un conservador institucionalista con un supremacista, ¿cómo esperas negociar reformas que requieren múltiples manos?
La pereza intelectual tiene consecuencias prácticas. No reconocer la pluralidad del adversario significa no saber cuál es su fuerza, dónde están sus fisuras, qué alianzas son posibles y cuáles son imposibles. Hoy la nueva izquierda ve a sus adversarios como monstruos intercambiables y siluetas indiferenciadas.
La socialdemocracia -esa izquierda que aún cree en la razón pública- sabe que la comprensión del adversario no implica complacencia. Implica reconocimiento: ver en el otro un sujeto político, no un símbolo demonológico. Ese reconocimiento es el punto de partida del pluralismo democrático. La nueva izquierda identitaria, en cambio, prefiere el juicio moral al análisis político, y la condena inmediata al diálogo incómodo. Así no se hace política: se administra una parroquia.
Una democracia que pierde la capacidad de comprender al adversario es incapaz de anticipar amenazas reales y de deliberar. Y sin deliberación lo único que queda es la guerra de relatos, la lucha tribal, la política convertida en un intercambio de excomuniones. Una sociedad así se vuelve combustible perfecto para los extremismos que dice combatir.
El problema público que se deriva de esta incomprensión no es pequeño. Afecta la calidad de la conversación pública, erosiona la confianza entre ciudadanos, facilita la manipulación populista, alimenta la polarización y destruye los puentes que permiten resolver conflictos sociales complejos.
La incomprensión del adversario no es un accidente, es una renuncia. Y toda renuncia tiene un precio.




