El peso de las razones
El incendio interior
Achilles, das Vieh.
Christa Wolf, Kassandra.
Hay pasiones que no dialogan, no deliberan, no escuchan. Pasiones que arden sin pedir permiso y que, una vez encendidas, ya no dependen del juicio que las originó. Son emociones que sobreviven a las razones que deberían extinguirlas, afectos que permanecen incluso cuando la mente ha dictado veredicto. La psicología contemporánea, tan confiada en su mapa cognitivo de la vida emocional, suele insistir en que toda emoción implica siempre una valoración, una creencia, un modo de interpretar el mundo. Pero hay pasiones que la desmienten.
Los antiguos griegos lo sabían: existen emociones que no se dejan gobernar. La tradición homérica distingue entre la ira común (thymós) -más cercana al enfado que todos reconocemos- y la cólera que se impone como una fuerza extraña, casi ritual, capaz de dominar a los héroes y convertirlos en instrumentos de algo que no controlan. A esa cólera los griegos la llamaron khólos, y no la describieron como un estado del alma: la describieron casi como una presencia.
No estamos acostumbrados a pensar así. Hemos heredado del intelectualismo moral socrático la idea tranquilizadora de que obrar mal es, en el fondo, un error de cálculo, una falla cognitiva. Una forma de ignorancia. Algo que podría corregirse con información, educación, reflexión. Incluso cuando la modernidad quiso diseccionar el mal -de Eichmann a los burócratas que ejecutan órdenes sin pensar- lo concibió como una ausencia: ausencia de juicio, imaginación moral o pensamiento.
Pero el mundo homérico nos recuerda que el mal también puede surgir del exceso. No del vacío, sino del desbordamiento. No de la ignorancia, sino de una intensidad afectiva que nulifica la razón. El mal trágico -a diferencia del mal banal– no se origina porque el sujeto no sabe, sino porque el sujeto no puede detener lo que siente. Es un mal empujado por la recurrencia de la emoción, no por la ausencia de pensamiento.
La Ilíada abre con una advertencia: la cólera de Aquiles “trajo incontables desgracias”. No es una emoción que responde a un agravio; es una forma de fatalidad. Aquiles no decide enfurecerse: es poseído por una pasión que lo vuelve incapaz de obedecer cualquier mandato que no sea el suyo. La cólera se vuelve identidad. No es una reacción a un conflicto; es un modo de existir que se reproduce a sí mismo.
Esa transformación es crucial. La emoción deja de ser un movimiento pasajero y se convierte en estructura. Todo intento de razonamiento resbala sobre ella. Ni los ruegos de Odiseo, ni la sensatez de Néstor, ni el peso de la muerte en el campo de batalla logran detenerla. No hay cálculo que Atenea pueda susurrar en el oído del héroe que haga mella en un afecto que se ha vuelto soberano.
Homero describe así algo que la teoría moral contemporánea rara vez admite: que existen momentos en que la racionalidad no corrige la emoción, sino que es anulada por ella. Que el saber no salva. Que el conocimiento no basta. Aquiles sabe que su ausencia destruirá a los suyos; sabe que la guerra se inclina hacia la derrota; sabe que su deber exige otra cosa. Saberlo no modifica nada.
La tragedia comienza allí. Cuando la emoción se emancipa del juicio, el sujeto queda reducido. Se vuelve objeto de la pasión que lo habita. Aquiles no actúa: es actuado. Ese es el núcleo de la fuerza que Simone Weil vio en la Ilíada: una fuerza que transforma a los hombres en cosas, incluso a quienes la ejercen. La cólera convierte al héroe en un mecanismo, en una extensión de su propio incendio interior.
Pero lo decisivo no es sólo que Aquiles encarne esta furia; lo decisivo es que ese estado emocional genera un tipo particular de mal. Un mal que no depende de la ignorancia ni de la crueldad deliberada, sino de la persistencia afectiva. El mal trágico no exige perversidad: exige intensidad. Aquiles no mata porque desconozca la humanidad del enemigo, sino porque la pasión ha cerrado el espacio donde ese reconocimiento sería posible.
Lo mismo sucede, de otro modo, en la Odisea. La historia que comienza como un poema del retorno y la astucia termina convertida en un ritual de exterminio. Cuando Odiseo vuelve a Ítaca y descubre el asedio de los pretendientes, su ira adquiere la misma tonalidad absoluta que la cólera de Aquiles. Ya no es prudencia, ya no es estrategia: es impulso. Un impulso que arrasa súplicas, gestos de arrepentimiento, deliberaciones posibles.
La matanza de los pretendientes no es un accidente narrativo; es la irrupción de una emoción recalcitrante en el corazón del poema. La violencia deja de ser un medio y se convierte en un fin. Lo que debería ser justicia se vuelve venganza, y lo que debería ser venganza se vuelve necesidad. Como si la emoción tomara las riendas de la épica y la obligara a un cierre sangriento.
En ese momento, Odiseo se vuelve hermano de Aquiles. Ambos comparten la misma fractura interior: la incapacidad de detener una emoción que ya no responde al mundo, sino a su propia inercia. Ambos encarnan un tipo de pasión que convierte la acción humana en una catástrofe previsible.
Lo extraordinario es que Homero nunca moraliza estos estados. No los reduce a un problema psicológico ni los transforma en alegorías morales. Los presenta como fuerzas que existen, fuerzas que atraviesan a los hombres y que pueden destruirlos tanto como engrandecerlos. El héroe no es culpable de sentir, pero es responsable de las ruinas que deja atrás. Esa tensión es la médula de lo trágico.
Visto así, los poemas homéricos contienen una intuición que nuestra época ha olvidado: que el mal no siempre requiere oscuridad intelectual. Que puede nacer del ardor, no de la frialdad. Que puede surgir de la sobreabundancia afectiva. Que hay actos irreparables que no se explican por ausencia de pensamiento, sino por exceso de pasión.
El mal trágico no es una forma de ignorancia: es una forma de ceguera provocada por la intensidad de un afecto que desborda el cauce donde la razón intenta confinarlo. La cólera extremeña, la ira prolongada, la venganza sostenida: esas emociones no se corrigen con argumentos. Su arena de combate no es la mente, sino el pecho, el estómago.
La distinción griega entre thymós y khólos nos permite nombrar aquello que hoy confundimos: que no toda ira es enfado, que no toda violencia es ideológica, que no toda destrucción es razonada. Hay pasiones que se autosostienen, pasiones que sobreviven a nuestras mejores ideas y que escriben en nosotros una lógica que ya no es nuestra.
Homero entendió que esas pasiones pueden gobernar incluso a los mejores. Que la grandeza no inmuniza frente a la desmesura emocional. Y que, cuando esa desmesura llega, se lleva consigo la posibilidad de la deliberación, la prudencia y la piedad.
El mundo contemporáneo, obsesionado con explicarlo todo mediante sesgos cognitivos, déficit de información o fallas educativas, parece incapaz de aceptar este aspecto más oscuro de lo humano. Pero los poemas homéricos siguen allí, recordándonos que ningún conocimiento puede suplantar en ocasiones la experiencia del fuego que piensa por nosotros.
La cólera, en Homero, es un destino. Y mientras sigamos sin comprender esa advertencia, seguiremos buscando explicaciones banales para males trágicos, como si la razón fuera siempre la primera o la última palabra.
Quizá lo que Homero nos pide es que miremos de frente aquello que negamos: que hay emociones que no se curan pensando. Que hay impulsos que no obedecen a ningún argumento. Que hay pasiones que, una vez encendidas, ya no pertenecen a quien las siente.
Hay incendios interiores que piensan por nosotros. Y en esa usurpación -en esa breve tiranía del afecto sobre la conciencia- es donde nace lo irreparable.




