Cuentos de la colonia surrealista
Lustrador de zapatos
Se fue porque se le cayó la cera de su lustrador de zapatos. O tal vez no fue por eso, sino por todo lo que vino a continuación, derivado de ello.
Resulta que sí, que ese día, debido a una conferencia que iba a dar, había decidido vestirse formalmente y, con ello, optó por calzarse zapatos. Desacostumbrado como estaba a ello, pues solía utilizar tenis, los zapatos se encontraban en un estado tan deplorable -llenos de polvo y de tallones- que ameritaban una buena boleada.
Después de haberles quitado el polvo, imposibilitado, por la hora, de acudir con un bolero, tomó entre sus manos el producto lustrador y tras leer las instrucciones se dispuso a dejarlos, si no bien impecables, sí decentes como para acudir al evento.
“Limpie el polvo del calzado. Agite el envase. Presione ligeramente sobre el calzado el aplicador hasta humedecer la esponja. Aplique una capa uniforme y deje secar”.
No agitó ni presionó ligeramente. Y, al no humedecerse la esponja ni salir nada de la cera, apretó con fuerza, violentamente, al grado de que la esponja se botó y toda la cera saltó -consecuencia de la presión- salpicándolo todo a su paso: los zapatos, el piso, la elegante camisa que se había puesto para la ocasión, sus libros, algunos manuscritos, el perro y a saber cuántas cosas más, pues ya no tuvo oportunidad de revisar ni limpiar, porque la hora apremiaba y sólo tuvo tiempo para agarrar una camisa al vuelo y cambiarse -se dijo- en el coche durante su trayecto o llegando a su destino.
Se fue. Se fue porque a la camisa que eligió se le cayó un botón, el tercero de arriba a abajo, al momento de descolgarla y no fue sino hasta llegar al estacionamiento del lugar y cambiarse que reparó en ello, y tuvo que elegir entre la camisa llena de cera lustradora o la camisa sin botón.
Eligió la segunda y, tras intentar ajustarla lo más que pudo y dar una explicación de la falta del botón a su auditorio, comenzó la charla que había sido invitado a dar. Así que tal vez no se fue por la falta de botón, sino por las risas que vinieron a continuación, que nada tuvieron que ver con la camisa, sino con la mancha de cera salpicada que había quedado en su entrepierna y que, por las prisas, ni siquiera había llegado a identificar.
Por muy comprensivos que fueran -o intentaran ser- los asistentes, la imagen pudo más que la empatía y al poco de haberse escapado la primera risa, la explosión de carcajadas abarcó todo el auditorio. Por eso se fue, y no sólo del auditorio,; aunque tal vez no fue por las carcajadas, sino porque, además de todo eso, cuando intentó arrancar su auto, éste no sólo no prendió, sino que, emulando al lustrador de zapatos y su depósito de cera, el depósito de anticongelante del coche también explotó dejándolo sin ninguna posibilidad de huir ni rápida ni discretamente.
Fue por eso que se fue, y no por las burlas ni porque se le haya caído la cera. Aunque tal vez tampoco fue por eso, sino porque, mientras estaba apurando el trago -metafóricamente hablando, por supuesto- del anticongelante, recibió una llamada llena de gritos molestos de su casera, en que se le informaba que, debido a los constantes retrasos en sus pagos, tenía una semana para desalojar el inmueble en el que vivía, porque ya había una persona interesada en el mismo. Para rematar, al colgar la llamada pudo leer el mensaje de whatsapp de su novia que, tras haber llegado a casa y haber encontrado al perro bañado en cera, le informaba que, a partir de ese momento, se convertía oficialmente en su exnovia. Además se llevaba al perro. Fue el golpe final tras el cuál paró un taxi dejando todo atrás definitivamente.
Seguro que fue por eso, que fue por eso que se fue. A nadie le gusta que lo dejen, pero menos que lo dejen en un día tan mierda. O quizás fue justamente por eso y no porque lo hayan dejado que se fue; por el cúmulo de catástrofes conectadas. O tal vez fue por todo lo que ya venía cargando desde antes y no le dijo a nadie, y no por la simple cera que derramó el lustrador de zapatos.
O tal vez sí, tal vez sí fue porque se le cayó la cera y aún permanecería aquí si el lustrador de zapatos hubiese funcionado. No lo sabemos ni podremos saberlo nunca. Lo único que sabemos es que se fue, sabrá Dios a dónde, y que desde ese día nadie más volvió a saber de él.




