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domingo, diciembre 21, 2025

Rosa y azul / País de maravillas

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Cuando era niña, no era entusiasta del color rosa, aunque sí me chiflaban las muñecas. Me gustaba jugar con ellas a la escuelita y ponerlas a hacer sumas, restas y, sobre todo, divisiones, que siempre fue mi operación matemática favorita. Ah, porque, no es por presumir, pero yo era muy buena para las matemáticas. Les perdí el gusto cuando iba en sexto de preparatoria, pero esa es otra historia en la que no abundaré hoy. De niña, además de las muñecas, me encantaba un juego de química Mi Alegría, aunque me decepcionaba que no servía para hacer experimentos en los que hubiera explosiones. Una sola vez logré algo parecido a una explosión, pero fue al mezclar cloro con un detergente poderosísimo que había comprado mi papá. Al añadir agua a la mezcla, empezó a salir humo. Fue muy emocionante.

Si yo me sentía la doctora Frankenstein, en esos lejanos ayeres mi hermano menor, Fabien, era mi Igor: me seguía la corriente en mis experimentos y sus muñecos de acción eran alumnos de mis barbies. Lo ponía a resolver operaciones matemáticas y luego lo dejaba ser el maestro de educación física, ni modo. Él no era fan del color azul: su color favorito era el verde. Y, aquí entre nos, a la fecha no es muy bueno que digamos con las matemáticas. Eso sí, a los dos nos gustaba ayudarle a mi papá a arreglar la bomba del agua y jugar a las canicas. Él, a la fecha, es muy bueno para el ajedrez (aunque no le gusten las matemáticas) y de niño fue buenazo para el básquetbol, el soccer y el ping pong; mientras que yo, desde entonces, soy una papa enterrada para todos los deportes (aunque me gusta ver la UFC y, a últimas fechas, el hockey sobre hielo), nunca logré encontrarle el lado divertido a ningún juego de mesa, a excepción quizá del maratón, el basta y uno que se llamaba lince, que mi hermano y yo jugábamos con un conjunto de reglas inventado por nosotros, más divertido que las instrucciones que indicaba la caja. Nunca tuve una muñeca de las que comen, lloran o ensucian el pañal, pero todavía conservo mi cabbage patch kid, que está por cumplir 30 años. Mi hermano era un vago de la patineta pero también le gustaban los muñecos de peluche. De hecho, todavía tiene varios, aunque no tantos como llegó a tener de niño. No sé qué habrá pasado con sus carritos (con los que también a mí me gustaba jugar) o con mis vajillas miniatura (con las que él también jugaba). Lo que sí me queda claro es que no éramos los típicos niña-de-rosa y niño-de-azul que aparecen incesantemente en películas y comerciales. Y, ahora que lo pienso, se me ocurre que esos niños y niñas típicos en realidad son los que menos existen en la vida real. Claro, debe haber niñas que adoren el rosa, las flores, los juegos de té y que se aburran con los kits de ciencia, los juegos de herramientas y los deportes en general; también debe haber niños que abominen de todo lo que huela a flores y sólo se interesen por los juguetes de acción. Pero, a la fecha, yo no he conocido a uno solo (o una sola). Hasta la más princesa de mis sobrinas llega a jugar con carritos, sea por condescender con sus hermanos varones o porque de verdad les gustan. Y no me ha tocado aún conocer a un niño que no caiga bajo la seducción de un tierno gatito o perrito.

Entonces ¿por qué nos esforzamos tanto, los adultos, en recetarles juguetes y libros “propios de su sexo”? ¿Por qué nos preocupamos cuando la niña prefiere el negro o el azul o cuando el niño peina a una muñeca? Y ojo, no se trata de que los forcemos a alejarse de las cosas tradicionalmente femeninas o masculinas (supe alguna vez de una mamá que se negaba a comprarle a su hija una muñeca de las que manchan el pañal porque le parecía un estereotipo; pero no saben cómo sufría la pobre chamaquita que realmente se moría por el juguete en cuestión). Tampoco estoy diciendo que si a un niño le gusta vestirse de azul sintamos que estamos criando a un futuro machín o que debamos impedir que se interese por el futbol, ¿eh?, lo que digo es: ¿qué tal que, en ese afán nuestro de darles cosas que tradicionalmente les corresponden, les estamos impidiendo encontrar algo que les va a gustar mucho más? Se dice que a las mujeres no les gustan las matemáticas porque desde niñas se espera de ellas (de nosotras) que no las entendamos; y que los hombres hablan poco o nada de sus sentimientos porque desde niños se les enseña a no expresarlos. ¿Qué tal que empezamos a cambiar esto? Podríamos iniciar, no sé, dejando de imponerles una vida monocromática.

Encuentras a Raquel en twitter: @raxxie_ y en su sitio web: www.raxxie.com

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