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sábado, diciembre 20, 2025

El arte de la discusión (¿es posible ahora?)/ El peso de las razones

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Poco nos dice tanto sobre una persona como su actitud frente al desacuerdo. Hay quienes los evitan a toda costa: les inquieta generar reyertas con quienes no conocen y, sobre todo, con quienes aprecian. Hay quienes no pueden concebir que, si se les ha prestado la atención debida a sus argumentos, pueda persistir el disenso: o piensan que no se les escuchó con justicia o que sus interlocutoras no están a su altura. Hay también quienes lo afrontan con actitud de estudiantes atentas y se limitan a prestar curiosidad y escucha: aunque resulta infrecuente que los intercambios comunicativos en los que participan se transformen en agrias querellas, su silencio resulta del todo improductivo. Así, hay personas que sólo abordan frivolidades, pero también las hay arrogantes y falsamente modestas. En el primer caso, estas personas no siempre pueden evitar los desacuerdos (aunque muchas veces sin duda es lo aconsejable); en los dos últimos, se presentan extremos viciosos cuyo término medio virtuoso es la humildad.

Pocas personas han exhibido públicamente la virtud de la humildad intelectual como el creador del ensayo moderno: Michel Eyquem de Montaigne. Sus ensayos, piezas intelectuales y literarias de calidad inigualable, son, no obstante, de difícil acercamiento y evaluación. Lejos de las críticas racionalistas a sus constantes digresiones, la pluma de Montaigne les habla sólo a ciertas personas y quizá sólo en ciertos momentos de su vida. Una de las últimas obras de Stefan Zweig, dedicadas al ensayista francés, reconoce esta peculiaridad de su obra: “Hay escritores, pocos, que son accesibles a cualquier persona de cualquier edad y en cualquier época de la vida (…), hay otros que sólo despliegan todo su significado en un momento determinado. Entre estos últimos se encuentra Montaigne. No se puede ser demasiado joven, ni tampoco carecer de experiencia y desengaños, para poder apreciarlo como es debido, y su pensamiento libre e imperturbable es aún más beneficioso cuando se muestra a una generación que, como la nuestra, ha sido arrojada por el destino a una catarata mundial de proporciones catastróficas”. Zweig escribe esto desde su exilio en Brasil, debido a la amenaza que se avecina contra la libertad individual. Zweig vive un tiempo análogo al nuestro, en la que el regreso de los populismos amenaza a los individuos y a su mayor tesoro: la libertad de pensamiento. Zweig continua: “Sólo aquél que tiene que vivir en su alma estremecida una época que, con la guerra, la violencia y las ideologías tiránicas, amenaza la vida del individuo y, en esta vida, su más preciosa esencia, la libertad individual, sabe cuánto coraje, cuántas honradez y decisión se requiere para permanecer fiel a su yo más íntimo en estos tiempos de locura gregaria, y sabe que nada en el mundo es más difícil y problemático que conservar impoluta la independencia intelectual y moral en medio de una catástrofe de masas”.

La actitud intelectual de Montaigne, el ensayista, el librepensador, el gran conversador, es más explícita que en otros lugares de sus ensayos en su D l’art de conférer (El arte de la discusión). Tres momentos son clave: el de la buena voluntad, el de la humildad y el de la búsqueda de la verdad. El primero se caracteriza por su apertura de entrar a debates, por someterse a la crítica, y esto hacerlo con alegría y buena disposición: “El ejercicio más fructífero y natural de nuestro espíritu es, a mi entender, la discusión. Su práctica me parece más grata que la de cualquier otra acción de nuestra vida. Y esa es la razón por la cual si ahora mismo me obligaran a elegir, aceptaría más bien perder la vista que perder el oído o el habla” (III, VIII, 1377-1378). Si a Montaigne le agrada la discusión, también presta escucha de buena gana a cualquier opinión: “Entablo discusión y disputa con gran libertad y facilidad, pues la opinión encuentra en mí un terreno poco propicio para penetrar y para echar raíces profundas. Ninguna proposición me asombra, ninguna creencia me ofende, por más opuesta que sea a la mía. No existe fantasía tan frívola y tan extravagante que no me parezca muy acorde a la producción del espíritu humano (…) Todos estos desvaríos, que gozan de crédito a nuestro alrededor, merecen al menos ser escuchados. Para mí, sólo le ganan a la inanidad, pero le ganan. Aun las opiniones vulgares y fortuitas pesas más que nada en la naturaleza. Y quien no se deja ir hasta ahí, cae tal vez en el vicio de la obstinación por evitar el de la superstición” (III, VIII, 1379).

Ahora, de nada sirve la buena voluntad sin la humildad: momento clave de una discusión provechosa. Se trata de abrir el oído, pero también la inteligencia. Se trata, en suma, de estar dispuesto a cambiar de opinión ante mejores razones de las que uno dispone, así como de someter sin reservas la propia opinión a la crítica ajena: “Así pues, los juicios contradictorios ni me ofenden ni me alteran; tan sólo me despiertan y ejercitan. Evitamos la corrección; habría que presentarse y exponerse ante ella, en particular cuando llega en forma de discusión, no de enseñanza. Frente a cualquier objeción, no se mira si es justa, sino, con o sin razón, cómo librarse de ella. En lugar de tenderle las manos, le tendemos las garras. Yo soportaría que mis amigos me golpeasen con dureza: «Eres un bobo, estás soñando». Me gusta que, entre hombres de bien, nos expresemos con valentía, que las palabras lleguen hasta donde llegue el pensamiento. Debemos fortalecernos el oído, y endurecerlo, contra la blandura del sonido ceremonioso de las palabras” (III, VIII, 1379).

Por último, toda buena discusión, habiéndola enfrentado con buena voluntad y humildad, no debe perder su finalidad: la búsqueda de la verdad: “Celebro y acaricio la verdad, sea cual fuere la mano en la cual la encuentro, y me entrego a ella con alegría, y le tiendo mis armas vencidas en cuanto la veo acercarse. Y con tal que no se proceda con un semblante demasiado imperiosamente magistral, me complace que me reprendan. Y me acomodo a los acusadores, a menudo más por cortesía que por enmienda; me gusta gratificar y alentar la libertad de advertirme cediendo fácilmente. Sin embargo, es difícil incitar a los hombres de estos tiempos a hacerlo. No tienen el valor de corregir porque no tienen el valor de soportar ser corregidos. Y hablan siempre con disimulo en presencia de otros. Me complace tanto que me juzguen y conozcan, que me resulta casi indiferente de cuál de las dos maneras lo hacen. Mi imaginación se contradice y se condena tan a menudo, que me da igual que lo haga otro, habida cuenta, sobre todo, que no le concedo a su reprensión sino la autoridad que yo quiero. Pero rompo con aquel que se comporta con tanta arrogancia como alguno que conozco, que lamenta haber dado un consejo si no le hacen caso, y considera una injuria que alguien se resista a seguirle” (III, VIII, 1380-1381).

En nuestro tiempo gregario, en el que la creciente polarización ha pulverizado los lazos que nos unían, la lectura de Montaigne puede ser un remedio contra la monotonía maníaca de quienes impulsan nuevos dogmas, entronan líderes iluminados e infalibles, y atacan con vigorosa violencia a la pluralidad y al desacuerdo. El nuestro es un tiempo carente de buena voluntad y humildad, en el que la búsqueda de la verdad ha sido relegada por la lucha por el poder. Así, son tiempos aptos, si Zweig tenía razón, para la lectura de Montaigne.

 

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