Nuestro concepto actual de ciencia es relativamente nuevo. Es cierto que los seres humanos hemos buscado obtener conocimiento y tener control sobre el mundo y nuestro entorno en el pasado. Nuestra especie lleva al menos más de 25 siglos tratando de entender las causas y los principios de los acontecimientos y dotarlos de sentido. No obstante, la práctica científica moderna se estableció sólo hasta la revolución científica del siglo XVII. De manera adicional, la reflexión analítica y sistemática sobre la ciencia vive más bien su adolescencia. No fue hasta inicios del siglo XX que nos preguntamos qué hacía a la ciencia especial, por qué es el paradigma de la manera más eficaz y fiable de obtener conocimiento, qué hace que el trabajo de científicas y científicos (sobre todo de las ciencias naturales) deba ser emulado por otras prácticas más jóvenes y pujantes, y demás cuestiones.
En sus inicios, la reflexión cuidadosa sobre la ciencia idealizó la práctica a extremos controvertidos. Se pensaba en términos muy abstractos sobre las leyes de la naturaleza, el razonamiento científico, las explicaciones que nos brinda la ciencia, qué la diferencia de otras prácticas que pretenden (sin lograrlo) ser científicas, así como en su supuesto progreso. En palabras de los miembros del Círculo de Viena, un grupo de filósofos con formación científica, de lo que se trataba era de dar cuenta del proceso mediante el cual las hipótesis científicas eran apoyadas por la evidencia: o, en términos un tanto más técnicos, se trataba de reconstruir y modelar el contexto de justificación de las teorías científicas. A los miembros del Círculo les daba igual cómo llegaban las y los científicos a idear sus fabulosas (y a veces fantasiosas) hipótesis: su contexto de descubrimiento, el cual consideraban parte del folclor y la casualidad humana. Tampoco tenían interés en la historia de la ciencia, ni en estudiar la ciencia de una manera (curiosamente) mucho más científica: cómo se estudian otros fenómenos naturales.
El fracaso del Círculo ha quedado impreso en miles de páginas de cientos de libros y artículos provenientes de múltiples disciplinas: la imagen idealizada de la ciencia que nos ofrecieron se daba de bruces contra la realidad. La práctica científica, como cualquier otra empresa humana, se encuentra contaminada de intereses, valores y pugnas que escapan de una racionalidad inmaculada. El primer revés a esta imagen se dio al inicio de la década de 1960, con la publicación de La estructura de las revoluciones científicas de Thomas Kuhn, a la que siguieron críticas culturales, ecológicas y feministas que situaban a la ciencia más próxima a su convulsa realidad. En un inicio, de lo que se trataba era de comprender mejor a la ciencia y también de mejorarla. No obstante, también hubo críticas anticientíficas provenientes de la sociología del conocimiento científico y desde trincheras anarquistas.
En la actualidad, pienso que disponemos de una imagen mucho más realista de la práctica científica que, si bien la despoja de sus ropajes sin mácula, considera que es lo mejor que los humanos tenemos para conocer la realidad e intervenirla para conseguir nuestros propósitos. Pero es en este momento donde surge una pregunta inesquivable: ¿es la ciencia algo incuestionablemente bueno y positivo? Habrá quienes respondan con un “sí” indubitable, considerando que el conocimiento siempre es algo bueno sin restricciones; habrá quienes respondan con un “no” rotundo, teniendo en mente las catástrofes a las que el conocimiento que hemos obtenido a través de la ciencia ha conducido, muchas veces para deshumanizarnos y aniquilarnos entre nosotros.
En este punto cabe mencionar, no sin alegría y el placer que conceden las buenas lecturas, la publicación de Un verdor terrible (Anagrama, 2020) del cosmopolita chileno Benjamín Labatut. Nacido en Rotterdam, residente durante su infancia de ciudades como La Haya, Buenos Aires y Lima, y actualmente acomodado en Santiago, Labatut ha logrado mediante la narrativa lo que pocas veces se ha conseguido mediante el sesudo análisis filosófico y la detenida reflexión de las y los practicantes de la ciencia: mostrar de manera patente sus turbios claroscuros. Labatut responde a nuestra pregunta con un “no” vacilante, puesto que, incluso si el conocimiento es algo bueno por sí mismo, la práctica científica pertenece a la urdimbre de las actividades humanas. Como tal, la ciencia se sitúa en un terreno amoral: lo que la moraliza son sus practicantes, sus propósitos, el esquema de financiamiento de su labor, las ideologías que se encuentran tras bastidores, sus nexos con el poder y con el dinero.
Lejos de ser una obra interesante para quienes nos interesa reflexionar sobre la ciencia, Un verdor terrible es un libro inclasificable: ¿cuentos?, ¿novela?, ¿ensayo? Las narraciones con las que Labatut urde su libro son un flujo aparentemente caótico de conexiones que tienen por objetivo indicar el lugar de la ciencia en la telaraña de la vida social, así como mostrar sus episodios tanto de grandeza como de miseria.
La traducción inglesa de Un verdor terrible ha sido en los días pasados considerada dentro de la lista larga del Premio Booker Internacional de 2021. Sin duda, una nominación merecida para un escritor inmerecidamente desconocido.
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