La semana pasada argumentaba en este espacio que una de las razones políticas detrás de la creciente desconfianza ciudadana ante la ciencia se debe al antielitismo, muchas veces justificado, que sostienen diversos movimientos políticos tanto de derechas como de izquierdas a lo largo y ancho del mundo. El pasado político de muchos países ha sido protagonizado por élites que han canjeado su poder político por poder económico, o su poder económico por poder político. Las élites se ven con sospecha, y no es para menos. No obstante, defendí que la comunidad científica no es una élite ni política ni económica, aunque debería serlo social, puesto que es una élite epistémica. Y al defender esto último temo un posible malentendido: no suscribo un mito de la ciencia. No pienso que sea una práctica realizada por hombres y mujeres excepcionales en todos los aspectos. No sólo eso: veo un problema serio al interior de la comunidad científica que se manifiesta en su desconexión con el resto de la ciudadanía.
Tres premisas son esenciales para comprender el problema. En primer lugar, la gobernanza de la ciencia requiere una austera autonomía. Las y los científicos son los mejor situados para gestionar su trabajo, comprender sus necesidades y establecer las mejores maneras de distribuir su propia labor. Además, a falta de interferencias externas innecesarias, el trabajo científico es de esperarse que llegue a los mejores resultados posibles (por ejemplo, esto evitaría los problemáticos conflictos de intereses).
En segundo lugar, hablar, como se ha puesto de moda, de una ciencia supeditada al desarrollo, es un absurdo. Basta un recorrido somero y muy básico por la historia de la ciencia para comprender que son contadas las veces que la investigación científica tiene claro un para qué práctico. Las y los científicos conquistan algunos recovecos de una realidad no sometida a nuestro control, en busca de comprensión, explicación y predicción. Pero muchas veces no tienen clara la utilidad futura de sus investigaciones. Los mayores logros de la ciencia se han conseguido muchas veces por curiosidad o casualidad. Presionar a las y los científicos para que establezcan metas sociales de sus investigaciones puede tener como consecuencia que se exageren los objetivos de los proyectos de investigación o que se descuiden investigaciones que, aunque hoy no lo tengamos claro, pueden ser muy benéficas en un futuro para la humanidad.
En tercer lugar, la ciencia (en singular) es un conjunto de disciplinas (en plural) más o menos heterogéneas que establecen puestos de control en aspectos de la realidad que resultan necesarios, nos son inquietantes o sorprendentes. Es por ello por lo que hablar de autonomía en la gobernanza de la ciencia genera problemas con las ciencias que serán privilegiadas, o los enfoques que resultarán prioritarios. En otras palabras, al interior de la comunidad científica se requiere de mayor democracia. Otro problema salta a la vista: la comunidad científica, por muy variopinta y plural que sea, no es representativa de los intereses y valores del resto de la población. Si el trabajo científico es financiado con recursos públicos, entonces también se requiere de mayor democracia al exterior de la comunidad científica para su gestión. Es por ello por lo que, aunque se requiera de cierta autonomía para el buen ejercicio científico, también se requiere contemplar a otras disciplinas y a otras personas fuera de la comunidad. Es por ello por lo que, en el mejor de los casos, de lo que requerimos es de una autonomía austera. John Dewey, el pragmatista norteamericano, escribió lo siguiente: “Ningún gobierno de expertos en el cual las masas no tengan una oportunidad de informar a los expertos sobre sus necesidades puede ser otra cosa que una oligarquía gestionada para defender los intereses de unos pocos. Para que llegue a ser más ilustrado hará falta obligar a los especialistas administrativos a que tomen en cuenta las necesidades de la gente. El mundo ha sufrido más como resultado de sus líderes y autoridades que a manos de las masas. Por lo tanto, será fundamental que mejoremos los métodos y las condiciones de debate, discusión y persuasión”.
Esperemos que los futuros diseños institucionales con respecto a ciencia y tecnología sean sensibles a estas premisas: se requiere mayor democracia al interior y exterior de la comunidad científica, pero también se le requiere otorgar al menos una austera autonomía.




