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viernes, diciembre 5, 2025

¿Cómo ayuda la filosofía a entender la ciencia?/ El peso de las razones 

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Por Mario Gensollen y Marc Jiménez-Rolland

Una de las grandes cuestiones en la filosofía de la ciencia concierne al examen de si estamos justificados –y en qué medida– al creer que nuestras teorías científicas son verdaderas o aproximadamente verdaderas. Responder a esta cuestión ha estado en el centro de las preocupaciones del debate en torno al realismo científico. Este debate ha sufrido transformaciones metodológicas importantes. Sin embargo, a través de su historia se ha mantenido constante un precepto general de mantener a los argumentos que se ofrecen dentro de lineamientos naturalistas apropiados: la filosofía de la ciencia debería ser, en algún sentido, continua con las prácticas científicas que se propone investigar. Como ha observado Paul Dicken en “Three Degrees of Naturalism in the Philosophy of Science”, esto ha generado tensiones en la discusión del realismo científico, que ahora ponen en duda la posibilidad misma de plantear un debate distintivamente filosófico en torno a la autoridad epistémica de la ciencia.

Pueden reconocerse tres etapas en el desarrollo del precepto naturalista en la filosofía de la ciencia.  La primera etapa se distingue por el abandono del empirismo lógico: se optó por considerar el lenguaje propio de la ciencia, sin necesidad de reconstruir su estructura lógica y clarificación filosófica, desplazando el interés desde problemas lógico-semánticos hacia asuntos epistemológicos. Una segunda etapa consistió en el rechazo de la epistemología a priori: dado que la práctica científica se encuentra entre nuestros métodos más exitosos de investigación, resulta pertinente exigir que los argumentos sobre la fiabilidad de la ciencia se informen por la práctica científica e intenten emularla. En una última tercera etapa se ha renunciado al monismo metodológico: ahora se considera que las investigaciones científicas constituyen un rango de técnicas metodológicas específicas a cada dominio, de modo que la evaluación de teorías científicas se realiza caso-por-caso.

Estos desarrollos incrementales hacia el naturalismo han sido motivados por la convicción general de que la investigación científica no requiere aprobación filosófica para ser exitosa. De manera específica, se ha sospechado que la ciencia no requiere una fundamentación conceptual y que las categorías filosóficas no tienen preeminencia sobre una empresa cognitiva independiente y que se sostiene por sí misma. Además, en tanto la filosofía no tiene acceso a una fuente de conocimiento más profunda, no puede ofrecer principios epistémicos regulativos para la práctica científica; más bien, la filosofía se guía (o debería guiarse) por los mismos estándares de la ciencia. Esta tendencia hacia la naturalización puede apreciarse en tres prominentes argumentos dentro del debate filosófico sobre el realismo científico: el argumento de los no milagros, la ‘meta-inducción pesimista’ y el explicacionismo.

El argumento de los no milagros parte de la intuición de que el enorme éxito predictivo de nuestras mejores teorías científicas hace probable que éstas sean (más o menos) verdaderas. Inicialmente, se asumió que era ‘filosóficamente plausible’ vincular el éxito empírico de las teorías con su verdad aproximada; pero tal justificación procede vía principios a priori y es poco persuasiva para quienes no los comparten. Es por ello que, en lugar de su plausibilidad filosófica, se han acentuado las virtudes teóricas de esta explicación del éxito de la ciencia: es más simple, comprehensiva y compatible con el resto de nuestro conocimiento. Así, si usamos estándares científicos para evaluar las posiciones filosóficas, el realismo científico es una mejor teoría que sus alternativas. Pero, como han notado las y los detractores de esta posición, el uso rutinario de esta clase de inferencias en la ciencia no muestra que sean confiables: debemos examinar bajo qué condiciones son exitosas. Y esto nos lleva a examinar la práctica científica de primer orden: su uso en las teorías caso por caso, con miras a determinar cuándo es exitoso. A lo sumo, esto apoya suscribir el realismo científico sobre ciertas teorías o aspectos de las teorías.

En contra de las intuiciones realistas, la ‘meta-inducción pesimista’ sostiene que la ciencia ha mostrado fracasos cuando se aventura más allá de la experiencia. En una de sus versiones especulativas, bajo el nombre de ‘subdeterminación empírica de las teorías’, sostiene que la mera posibilidad de que haya teorías alternativas igualmente confirmadas por la evidencia nos deja sin bases para creer en la verdad (aproximada) de nuestras mejores teorías científicas. Una versión empíricamente informada de esta intuición se inspira en la historia de la ciencia para identificar una enorme cantidad de teorías exitosas que ahora consideraríamos falsas. Aunque, debido a que los casos históricos que se aducen son muy selectivos, podrían esperarse diferencias significativas en la historia reciente.

El explicacionismo sostiene que, incluso si el argumento de los no milagros fuese incapaz de convencer a quienes se oponen al realismo científico, este argumento podría ofrecer una contribución epistemológica positiva a la posición realista: ofrecería una explicación, para quien ya suscribe el realismo científico, del éxito predictivo de las teorías. Si asumimos que [1] tenemos razones para creer que las teorías científicas son verdaderas, pues ésta es la mejor explicación de su éxito y [2] estas teorías son el producto de inferencias a la mejor explicación, a partir de ellos podemos concluir que tenemos razones para suponer que la inferencia a la mejor explicación es una forma fiable de hacer inferencias. Puesto que esto no intenta apoyar al realismo, la circularidad involucrada sería benigna: mostraría la coherencia interna de esta tesis. No obstante, como han observado críticas y críticos, esta estrategia explicacionista comete la falacia de la base de referencia: si hubiera muchas teorías exitosas y sólo unas pocas fueses verdaderas, aunque se llegara a ellas por medio de inferencias a la mejor explicación, ésta podría ser una inferencia no fiable. Muchísimas teorías exitosas a las que se llega de esta manera podrían sean falsas.   

Tanto quienes defienden como quienes se oponen al realismo científico los defensores han buscado mejorar sus argumentos incrementando su compromiso con lineamientos naturalistas. No obstante, en ambos casos la tendencia a la naturalización ha disminuido la fuerza de estos argumentos. Surge una tensión básica: a medida que uno se aproxima a una explicación descriptiva de cómo argumentar sobre el realismo científico, uno se vuelve menos capaz de responder a las cuestiones normativas que motivaron el debate epistemológico original: las razones para creer en la verdad de (aspectos de) las teorías se identifican cada vez más con las ofrecidas por las y los científicos, y no pueden extenderse más allá de su dominio. Esto parece hacer poner en duda la legitimidad del debate filosófico, pues socava la idea de que la filosofía de la ciencia pueda hacer contribuciones distintivas a la evaluación normativa de las teorías científicas. Este cuestionamiento a su legitimidad es una consecuencia interna, auto-engendrada (e inesperada) de la evolución del debate. En lugar de volver nuestra mirada directamente hacia la estructura metafísica de la realidad, haciendo caso omiso a los lineamientos naturalistas que han orientado este debate, quizá deberíamos reconsiderar en qué consiste exactamente la dimensión normativa de la filosofía de la ciencia: ¿cuál es (o debería ser) su papel al examinar la autoridad epistémica de la ciencia?

mgenso@gmail.com

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