El desacuerdo es ubicuo en nuestra vida. Todos los días nos enfrentamos a situaciones en las que creemos cosas distintas, o las mismas con distinta intensidad, con otras personas. Los desacuerdos tienden a incrementarse con gente desconocida y a aminorarse con nuestra familia y amigos. En una democracia liberal, en la que la pluralidad no sólo es un hecho, sino que se fomenta, los desacuerdos políticos son moneda corriente.
La vida pública incentiva los desacuerdos políticos porque se cree que estos son el combustible democrático. No obstante, una paradoja se presenta de inmediato: la misma vida pública se encarga de intensificar de tal modo los desacuerdos que los hacen intratables. Surge entonces la polarización y el encono entre grupos diversos. Lo que dinamizaba la vida pública termina por estancarla. Unos incluso terminan por llamar “traidores” a quienes opinan distinto. Llegados a este punto, el desacuerdo político se convierte en la razón para abandonar lo político, entendido como el intento por manejar mediante razones los problemas públicos.
Algunos piensan que el problema es de civilidad argumentativa. Se quejan amargamente de las formas en las que manejamos el desacuerdo y el diálogo. Su solución es reconducir las discusiones a un terreno mucho menos amargo y violento. Piensan en reglas dialógicas que las partes en desacuerdo deben respetar para que la conversación sea productiva. No niego que el ejercicio sea estimulante, pero es del todo infecundo. Quienes así piensan se olvidan de que las reglas de civilidad o las establece el más poderoso, con lo que favorecen a una sola de las partes; o, para que las establezcan todas las partes, se requiere de buena voluntad argumentativa. El primer cuerno del dilema muestra que la civilidad así establecida sólo oculta las asimetrías sociales preexistentes; el segundo, que a quien no le convenga llegar a consensos entre las partes en desacuerdo (como suele ser el caso) no cambiará su proceder argumentativo. La civilidad, además, suele muchas veces ocultar el deseo de una de las partes de que la otra guarde silencio. Cuando una de las partes ostenta el poder y el favor de las mayorías, la democracia deliberativa se abandona en favor de la agregativa: conviene más ganar la partida agregando preferencias que se sabe con anterioridad que son mayoritarias. Así, no es la civilidad la manera de afrontar la paradoja mencionada en un inicio: la vida pública terminará estancada y se gobernará sólo para los acólitos.
La única manera de afrontar la paradoja consiste en abandonar la política en favor de lo político. La política es inherentemente adversarial: es la búsqueda del poder, idealmente reglamentada, en la que para obtenerlo alguien tiene que perder. Nuestros adversarios son aquellos que tienen que perder para que nosotros ganemos. Lo político es inherentemente cooperativo: para ordenar la vida pública y sus problemas, y que la solución aceptable para cualquier persona razonable, tenemos que buscar que no haya perdedores. Así, un clima cooperativo, que resulta una condición necesaria para hacer frente a la vida pública, debe al menos reducir la adversarialidad política. Ésta no es esencial a nuestras democracias, sí a la manera que hemos diseñado para obtener el poder. El problema, que estuvo en la palestra en la década pasada y que parecemos haber olvidado, es la partidocracia. La adversarialidad política la introduce la lucha electoral. Hemos encontrado al verdadero culpable, no sólo al presunto que falsamente hemos acusado: la incivilidad argumentativa.
Dicho lo anterior, cabe preguntarse si es posible una democracia sin democracia electoral. Este no es un tema extraño en la academia: David Van Reybrouck y Hélène Landemore han argumentado en favor de dicha posibilidad con extraordinarias razones. Lo cierto es que quizá no sea realista. Las democracias liberales se han construido con enormes incentivos en favor de las campañas y pugnas electorales. El botín político, no el desacuerdo público, es el verdadero combustible hoy de nuestras democracias. ¿Qué opción sería realista? A mi parecer, lo es espaciar temporalmente las luchas electorales y reducir el tiempo de las contiendas. Hoy que se discute en México una posible futura reforma electoral deberíamos tener presente la paradoja que asola a nuestras democracias y el que parece el único camino de salida.
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