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jueves, diciembre 4, 2025

La polarización como antesala del autoritarismo | El peso de las razones por: Mario Gensollen

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El peso de las razones 

La polarización como antesala del autoritarismo

Hay una lógica perversa que suele pasar inadvertida cuando se analiza la estrategia de muchos líderes contemporáneos: la polarización no es solo un efecto secundario del conflicto político, sino una táctica deliberada para alcanzar y conservar el poder. Lo que suele presentarse como una división inevitable, o incluso natural, de la sociedad es, en numerosos casos, el resultado calculado de discursos diseñados para trazar líneas de antagonismo insalvables. No se trata simplemente de diferenciarse del adversario: se trata de convertirlo en un enemigo irreconciliable. En ese gesto se encierra algo más que retórica: se siembra la disposición emocional que permitirá gobernar despreciando a la mitad del país.

El político que apuesta por la polarización no busca convencer, sino movilizar. No le interesa ensanchar el consenso, sino compactar un bloque incondicional. Para eso necesita escindir al electorado en dos mitades excluyentes: los suyos y los otros; los leales y los traidores; el pueblo y la oligarquía; el bien y el mal. Esta dinámica convierte cada elección en una especie de guerra simbólica, donde el adversario deja de ser un contendiente legítimo y pasa a ser una amenaza que debe ser contenida o eliminada. Ganar ya no es solo obtener el poder: es conquistar la patria. Y quien la conquista cree tener derecho a someterla.

Esta estrategia no es una hipótesis teórica. La hemos visto desplegarse en diversos contextos: en Venezuela, donde el chavismo convirtió al disenso en traición y al opositor en enemigo de la patria; en Hungría, donde Orbán moldeó un “nosotros” nacionalista frente a un “ellos” multicultural y liberal; en Estados Unidos, donde el trumpismo logró cristalizar una división que transformó el desacuerdo en odio. En todos estos casos, la polarización no solo sirvió para conquistar el poder, sino para justificar su concentración.

Cuando esta lógica tiene éxito, el político que llega al poder lo hace sostenido por una adhesión emocional que no se explica por la razón pública, sino por el fervor identitario. El voto deja de ser una decisión razonada: se convierte en un acto de afirmación tribal. Así como se ama con fervor a quien encarna la identidad colectiva, se odia con intensidad a quien la cuestiona. La política se reduce entonces a la administración de los amigos y el castigo de los enemigos. Gobernar para todos sería, en esa lógica, gobernar con los traidores. E incluso negociar se percibe como rendición.

En este terreno, el autoritarismo no irrumpe como una ruptura dramática: se instala como una consecuencia natural. La concentración del poder, el desprecio por la división de poderes, la deslegitimación de la prensa crítica, la persecución de opositores, la erosión de los contrapesos: todo eso no aparece de golpe. Se justifica. Se razona. Se pide a gritos desde las tribunas del resentimiento. El líder autoritario no se impone contra la voluntad popular: emerge como su encarnación. Y cuando media nación se siente amenazada por la otra mitad, se vuelve comprensible -e incluso deseable- que ese líder asuma funciones excepcionales para proteger a “los suyos”.

Por eso la mayor amenaza no es el caudillo, sino las condiciones que lo vuelven necesario. La polarización responde a una necesidad de sentido, de pertenencia, de protección. Si esas necesidades no se atienden desde un horizonte democrático, el terreno queda abonado para quien las explote en clave autoritaria. No basta con condenar al líder populista: hay que entender el vacío emocional que lo hace posible.

Frente a esta deriva, se vuelve urgente construir alternativas que disputen el terreno de los afectos. No basta con invocar la moderación desde los púlpitos del sentido común. Es indispensable repensar el lenguaje político, la comunicación institucional y la práctica ciudadana para cultivar emociones democráticas: la confianza, la responsabilidad cívica, el respeto por el disenso. Esto no es un mero llamado ético: es una estrategia de supervivencia democrática.

Algunas acciones concretas pueden contribuir a ello. Las instituciones educativas y los medios públicos deben asumir la tarea de formar en el disenso razonado y la deliberación. Las políticas culturales deben orientarse a promover narrativas inclusivas que resalten la diversidad como valor. Y la propia práctica política debe abandonar el atajo de la simplificación maniquea y recuperar el valor del pacto, del acuerdo posible.

La democracia no puede sostenerse solo en reglas formales ni en instituciones robustas si las emociones políticas están atrapadas en un ciclo de odio y lealtad incondicional. Cuando la desafección mutua se convierte en norma afectiva, la política deja de ser el arte del disenso y se transforma en un campo de batalla moral. Y nadie negocia con el mal. Nadie escucha al enemigo. Nadie pacta con quien amenaza su identidad.

Cuando la polarización se convierte en estrategia de poder, no solo divide al país: divide la democracia misma. En su lugar instala una guerra civil emocional que, tarde o temprano, acaba por justificar el mando sin límites. Por eso conviene recordar que el primer síntoma del autoritarismo no es la censura, ni la represión, ni la violencia. Es el desprecio sistemático por la mitad del país. Y a menudo, ese desprecio empieza como una simple campaña electoral.

mgenso@gmail.com

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