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viernes, diciembre 5, 2025

De algunas historias entramadas con la memoria/ La escuela de los opiliones 

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De finales del 2009 a inicios del 2011, lo único que jugaba en mi computadora, un cachivache muy noble porque no me alcanzaba para más, fueron los Sims 3. Pensé que podría jugarlo con un equipo barato. Aquel juego, a la fecha, hace sufrir a cualquier computadora por su terrible optimización. Pero pude jugarlo con una pasmosa regularidad.

Lo jugaba obsesivamente porque lo usaba para contarme historias, controlar gente que no era yo pero era muy parecida a mí. Inventarme versiones de mí mismo que eran más disciplinadas, más exitosas y algunas veces muy miserables. Versiones que tenían hermosos jardines y consiguieron aquella flor especial que les permitió negociar con la muerte el día que vino por ellos. También me vi morir múltiples veces porque me dio flojera extender mi tiempo de vida y dejé que culminara en un incendio, en un mal estornudo, en una diarrea explosiva y fulminante.

Pero nunca quise ir a dormir para morir.

Dejé de usarme como personaje de estas versiones alternas cuando mi avatar se enamoró de una persona muy parecida a mi madre, desde los rasgos físicos hasta el signo zodiacal y el oficio (astronauta). Cuando los monitos estuvieron a punto de darse el primer beso, cerré la computadora y le prendí fuego (casi).

Hago una acotación porque esto lo escribiré otro día: los sims usan los signos zodiacales para determinar algunos atributos del personaje, hacerle la vida destinada un poquito más fácil; se discute en redes sociales cuando no te dan un trabajo porque naciste sagitario pero estos valores funcionan misteriosamente en nuestras vidas, ahí están porque algunas personas les dan importancia y ese significado místico nos somete, quizás nos esclaviza.

Las computadoras son como una nave de Teseo. A la mía empecé a sacarle partes y ponerle otras, y hoy me pregunto, mientras la miro cariñosamente, si es el mismo barco que inició aquel viaje. Me hizo feliz entender que las computadoras cambiaron con las décadas. Que ya no debía ser aquel muchachillo nervioso que debía descargar su estática antes de tocar algún componente o sería regañado por algún capataz. Hace algunos años, bastaba con soplarle a un componente para ver destruido el trabajo de una vida.

Aquel cachivache que me servía para los sims se convirtió, con los años, en una bestia de mediano rango. Lo que queda de ella es fabuloso. Le puse muchas lucecitas led y así da la pinta de que es como el carrito de los elotes, o la flotilla de la ruta 102. Y es una computadora tan chida que cuando entrecierro los ojos y juego Fortnite, siento que estoy abandonando una realidad para entrar en otra.

Minecraft se ve espléndido.

El otro día me escribió una amiga y me dio uno de esos mensajes inesperados, y tristones. Le encontraron unas células dañadas y que va nuevamente a operación. Lo que todo paciente de cáncer no quiere escuchar: darle otra vez. Es uno de los juegos más cansados, más tristes. Físicamente me da dolor cuando pienso en que un día me pueden dar esa noticia.

Me quedé pensando en ella toda la tarde, y luego pensé que cuando yo estaba enfermo, continuamente me ofrecía plantas, quizás flores, que me iban a mantener fuerte, sano. Pensaba, destruido por la quimioterapia, en aquel monito miserable caminando en su jardín de flores pixélicos y las flores que cultivaba para que pudiera negociar con la muerte, o con el dolor, o con el tiempo.

Hablamos un rato y le hice las preguntas: ¿Cuándo te operan? ¿Qué necesitas? ¿Cómo puedo ayudarte? Primero, este testimonio y después encender algunas velas.

A través de los videojuegos me gustaba imaginar vidas miserables pero después descubres esa verdad obvia, y bruta: la realidad no se compara, la simulación es una mentira, es parte de su encanto. No todas las mentiras son pecado. Pero tampoco puedo negar el poder de la simulación, su capacidad para entramar sus historias con la memoria: ver mi muerte, mi hipotética muerte, de muchas formas también me dio una extraña fortaleza para arrostrar lo imposible.

Como decir que el Quijote enloquece porque no quiere morir, quiere explotar de vida, quiere vivir a través del maltrato excesivo de su cuerpo y el camino de sus delirios, pero a la vez, paradójicamente, su propia locura es un mecanismo hermoso que lo prepara amorosamente para ello. Me gusta creer, aunque sé que es mentira, que quien ha leído el Quijote está preparado para morir unas cuatrocientas veces.

Cuando jugaba los Sims sentaba el monito a escribir novelas continuamente porque tenía esa idea graciosa y rupestre del escritor exitoso. No resultaba ningún texto valioso de eso, nomás la idea, la conceptualización, te “miras” escribir y crees que ya escribiste, pero me drogaba con la dopamina, una estimulación enloquecida de posibilidades. Todavía pienso en todas aquellas novelas que se escribieron, como cuando Pierre Menard escribió el Quijote, imagino que se escribieron, al menos, mil variantes de una historia formidable.

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