El peso de las razones
Irresponsables
Las palabras nunca son neutras. Cada término encierra una carga conceptual y moral que condiciona la forma en que entendemos el mundo. George Lakoff, lingüista y científico cognitivo, lo comprendió con claridad cuando se preguntó por qué los conservadores y progresistas parecían responder de forma tan predecible a distintos temas políticos. Su respuesta fue simple, pero revolucionaria: nuestras posturas no surgen de la pura racionalidad, sino de marcos morales profundos que estructuran nuestra manera de interpretar la realidad.
Lakoff identificó dos modelos fundamentales de pensamiento moral: el “padre estricto” y el “padre protector”. El primero refleja una visión conservadora del mundo: la autoridad debe ser fuerte, el orden se mantiene con disciplina y el individuo es responsable único de su destino. La autodeterminación y el esfuerzo personal se erigen como valores supremos. La sociedad, desde esta perspectiva, no es más que un conjunto de individuos compitiendo por oportunidades que, en teoría, están al alcance de todos.
El “padre protector”, en cambio, encarna la visión progresista. La sociedad es un entramado de relaciones donde el bienestar colectivo depende de la cooperación y el apoyo mutuo. La autoridad no se basa en la disciplina, sino en la empatía. La función del Estado, bajo este paradigma, es proteger a los más vulnerables, garantizando condiciones de igualdad y amortiguando las consecuencias de la desigualdad estructural.
Ambos modelos tienen sus méritos y limitaciones. El “padre estricto”, si bien fomenta la responsabilidad individual, puede desembocar en una visión despiadada del fracaso: quienes no logran salir adelante son, simplemente, perezosos o ineptos. La compasión se desdibuja en el dogma de la autosuficiencia. Por otro lado, el “padre protector” puede derivar en un paternalismo asfixiante, donde el individuo deja de ser responsable de sus actos porque siempre habrá una estructura que lo resguarde de las consecuencias.
En las últimas décadas, la nueva izquierda ha adoptado con fervor el marco del “padre protector”. Ha convertido la protección de los vulnerables en su bandera, un principio que, en su esencia, es encomiable. Sin embargo, en su radicalización, ha comenzado a socavar un elemento fundamental del tejido social: la responsabilidad individual. Con tal de evitar el sufrimiento de ciertos grupos, ha terminado por infantilizarlos, negándoles la posibilidad de asumir sus propias decisiones.
Esta nueva izquierda, obsesionada con la inclusión y la seguridad, ha promovido la idea de que cualquier situación adversa es el resultado de una estructura injusta y nunca de una elección individual. El problema no es la pobreza, sino el capitalismo; no es el fracaso, sino la opresión sistémica. Aunque hay elementos de verdad en estas afirmaciones, la consecuencia es una visión del mundo donde nadie es responsable de nada y todos son víctimas de fuerzas incontrolables.
Este paternalismo bienintencionado ha generado espacios donde la fragilidad se convierte en un capital político. Las universidades, antaño bastiones del pensamiento crítico, han sido colonizadas por esta lógica. Se exige protección contra discursos “ofensivos” y se instala la idea de que cualquier confrontación de ideas puede ser un acto de violencia simbólica. La consecuencia es evidente: en lugar de preparar individuos resilientes y autónomos, se crean generaciones de personas que dependen de una red de amparo constante para enfrentar la realidad.
Pero la vida no opera bajo las reglas del “padre protector”. La realidad es implacable y la madurez implica reconocer que las decisiones tienen consecuencias. Al negar este principio, la nueva izquierda ha terminado por privar a quienes busca proteger de la capacidad de autogestión y agencia. Si una persona no es responsable de sus actos, tampoco es dueña de su destino.
La radicalización del “padre protector” también plantea problemas sociales más amplios. Si la responsabilidad individual desaparece, el principio de justicia se desmorona. Nadie es culpable de nada porque todo es atribuible a factores estructurales. El crimen no es un acto deliberado, sino una consecuencia de la desigualdad; la incompetencia en el trabajo no es falta de esfuerzo, sino de oportunidades; el fracaso escolar no es falta de estudio, sino de un sistema excluyente. En este escenario, la sociedad se convierte en un organismo donde los individuos no tienen agencia y las estructuras lo determinan todo.
El resultado final de este proceso es una sociedad donde la responsabilidad ha sido borrada. Una cultura donde todo lo que ocurre es culpa de algo o alguien más, donde la individualidad se diluye en el paternalismo estatal. Pero sin responsabilidad, también desaparece la libertad. La paradoja de la nueva izquierda es que, en su intento por proteger a los vulnerables, ha terminado por despojarlos de su capacidad de decidir.
No hay progreso sin responsabilidad. Una izquierda que aspire a ser relevante debe reconocerlo. De lo contrario, seguirá construyendo un mundo donde la libertad y la autonomía se erosionan en nombre de la protección. Y donde, en última instancia, los individuos ya no son dueños de su propio destino.
mgenso@gmail.com




