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sábado, diciembre 20, 2025

Los prefectos morales | El peso de las razones por: Mario Gensollen

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El peso de las razones

Los prefectos morales

Toda sociedad necesita brújulas éticas, horizontes normativos desde los cuales pensar lo justo, lo deseable y lo inaceptable. Pero también toda sociedad corre el riesgo -silencioso, pero devastador- de convertir esas brújulas en dogmas, y a sus intérpretes en autoridades morales incuestionables. En las últimas décadas, gobiernos de izquierda, centro e incluso de centro derecha, buscando legitimidad y sensibilidad social, otorgaron ese estatus a un grupo de personas que venían de las humanidades posmodernas. Creyeron que eran inocuos, bienintencionados, incluso manipulables. No lo eran.

Lo que comenzó como una concesión simbólica se convirtió en una cesión sustantiva de autoridad moral. Los gobiernos asumieron que podían delegar la discusión sobre lo correcto y lo incorrecto, lo ofensivo y lo legítimo, en un grupo compacto de intelectuales, activistas y académicos. Esta concesión, que parecía estratégica, terminó por socavar los fundamentos mismos de la deliberación democrática. En vez de incentivar la pluralidad de voces, se erigió un nuevo sacerdocio secular, con la facultad de bendecir o excomulgar discursos, personas e instituciones.

El error no fue táctico, sino epistémico. Creyeron que estas nuevas autoridades morales serían dóciles, útiles para domesticar los conflictos sociales más agudos y señalizar empatía frente a las nuevas sensibilidades. Pero se trataba de actores con una agenda propia, no siempre transparente, ni mucho menos ingenua. No eran moderados ni maleables. Eran militantes de una transformación moral profunda, que no buscaba convivir con las instituciones existentes, sino reemplazarlas. No se sentían consejeros: se sabían jueces.

El resultado fue el progresivo desplazamiento del debate público por una liturgia moral. Las preguntas legítimas sobre política, justicia o redistribución fueron reemplazadas por imperativos morales no negociables. El matiz, la ironía, la duda, el escepticismo: todo comenzó a ser leído como complicidad con las viejas opresiones. Así, quienes habían sido llamados para aportar sensibilidad terminaron imponiendo una nueva ortodoxia. Y lo hicieron no desde el diálogo, sino desde el anatema.

Gobiernos que los habían invitado como consultores morales terminaron atrapados en sus propias concesiones simbólicas. Lo que parecía un gesto progresista -incorporar a los nuevos movimientos, adoptar su lenguaje, hacerles espacio en la esfera pública- se volvió una camisa de fuerza. En cuanto estos nuevos prefectos morales adquirieron estatus institucional, ya no admitieron crítica, solo adhesión. La mínima disidencia era una traición. Y la corrección no era posible: solo quedaba el arrepentimiento público o el ostracismo.

Se construyó así un ecosistema ético autorreferencial, donde la autoridad moral no provenía de la deliberación ni del ejemplo, sino de la pertenencia identitaria. No importaba la solidez del argumento, sino la ubicación desde la cual se enunciaba. Se instauró la política del privilegio epistémico absoluto: solo ciertas voces podían hablar de ciertos temas. Y cualquiera que intentara participar sin el permiso del nuevo clero era automáticamente descalificado por usurpación de discurso.

Los gobiernos, atrapados en este régimen simbólico que ellos mismos habían ayudado a instituir, perdieron margen de maniobra. No podían disentir sin parecer reaccionarios. No podían moderar sin parecer cómplices. Los debates dejaron de serlo: se transformaron en ceremonias de absolución o condena, con un tribunal moral cada vez más severo y cada vez menos representativo. Y cuando los gobiernos intentaron recuperar el control, ya era tarde: los nuevos prefectos morales ya eran autónomos.

En muchos casos, el nuevo clero no se conformó con administrar los símbolos morales. También buscó controlar el lenguaje, las categorías con las que pensamos el mundo. Reescribieron manuales de estilo, impusieron protocolos comunicativos, establecieron listas de términos aceptables e inaceptables. Lo hicieron en nombre de la inclusión, pero su método fue la exclusión. No de personas, sino de palabras, de tonos, de dudas. Y al hacerlo, asfixiaron la posibilidad misma del pensamiento libre.

Muchos ciudadanos, incluso simpatizantes de las causas que estos grupos defendían, comenzaron a sentirse huérfanos políticos. No porque rechazaran la justicia social, sino porque ya no podían expresarla en sus propios términos. El nuevo léxico era excluyente, tecnocrático, severo. Y quienes no lo dominaban eran tratados como ignorantes, insensibles o peligrosos. Así se rompió el vínculo entre la causa justa y su legitimidad democrática.

En nombre del bien, se criminalizó la imperfección humana. En lugar de comprender que toda sociedad es un tejido de desacuerdos, se instauró la lógica de la pureza. Y con ello, se perdió la oportunidad de construir consensos amplios, duraderos y verdaderamente inclusivos. Se prefirió la condena rápida al diálogo lento, la censura moral al aprendizaje compartido.

Hoy, muchos de esos gobiernos que una vez cedieron su brújula ética a los nuevos prefectos morales están pagando el precio. Algunos fueron fagocitados desde adentro; otros quedaron paralizados, incapaces de conciliar su vocación democrática con la tiranía simbólica que ayudaron a instalar. Y los ciudadanos, testigos de este colapso moral, comienzan a desconfiar no solo de los nuevos cleros, sino también de la política misma.

Es tiempo de reaprender una lección antigua: la moral pública no puede administrarse como un dogma. Debe ser fruto de un debate abierto, plural y permanente. No necesitamos nuevos sacerdotes. Necesitamos ciudadanos capaces de pensar con autonomía, disentir sin miedo y deliberar sin tutelas. Solo así recuperaremos una ética pública que no sea una trampa, sino una brújula común.

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