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jueves, diciembre 4, 2025

Las tribus del apocalipsis | El peso de las razones por: Mario Gensollen

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El peso de las razones 

Las tribus del apocalipsis

Mario Gensollen

Hay un veneno lento y dulce que atraviesa los siglos: la necesidad de pertenecer. En apariencia inofensiva, esta pulsión ha moldeado lo mejor y lo peor de lo humano. Nos organizamos, nos protegemos, construimos sentido. Pero también matamos, excluimos, quemamos en nombre de esa pertenencia. La historia de la humanidad puede leerse como una larga sucesión de crímenes cometidos en nombre del grupo: la nación, la raza, el pueblo, la fe, la lengua, la causa. No importa cuál. Siempre hay una bandera que justifica la atrocidad.

Esa necesidad de formar parte, de no ser nadie sin los otros, es el fundamento último del identitarismo. Y con identitarismo no me refiero a la simple conciencia de ser alguien en un contexto cultural determinado. Me refiero al régimen emocional, cognitivo y político que convierte las diferencias en trincheras, y la identidad en arma. Un régimen que no tolera la ambigüedad, que exige lealtad, que premia el odio al disidente y castiga la duda como traición.

El identitarismo es, en el fondo, la infantilización de la política. En lugar de sujetos racionales deliberando sobre lo común, produce niños heridos exigiendo reconocimiento, clamando por pureza, demandando reparación eterna. Y como toda niñez abandonada a su suerte, se vuelve cruel, vengativa, caprichosa. La identidad deja entonces de ser una experiencia para convertirse en una doctrina. Y toda doctrina, lo sabemos, tarde o temprano exige mártires.

Desde esa lógica, el mundo se reduce a dos categorías: los nuestros y los otros. No hay zonas grises, no hay matices, no hay posibilidad de diálogo sin conversión. Todo está atravesado por el deber de tomar partido. Incluso lo íntimo. Especialmente lo íntimo. Tus gustos, tus gestos, tus errores, tu silencio: todo debe alinearse con el relato tribal. Porque aquí no hay ciudadanos, hay soldados. Y el que no milita, traiciona.

La consecuencia política de este esquema es brutal. Ya no se discute, se denuncia. Ya no se argumenta, se cancela. Ya no se persuaden voluntades, se reclutan fieles. Cada colectivo herido exige su cuota de poder. Cada diferencia se convierte en un derecho irrestricto a imponer su narrativa. Y en ese campo de minas afectivas, cualquier intento de universalidad es visto como una agresión colonial. La única verdad válida es la que emerge de la herida.

El wokismo, el nacionalismo, el supremacismo, el sectarismo religioso, el tribalismo digital, los linchamientos morales en redes, las limpiezas étnicas, los genocidios del siglo XX: todos estos fenómenos, por diferentes que parezcan, comparten una raíz común. Son formas metastásicas del mismo tumor: la absolutización de la identidad. El encierro en un nosotros que necesita destruir a un ellos para consolidarse.

No se trata de negar la importancia de las comunidades, ni de la historia, ni de las luchas por reconocimiento. Pero cuando el sujeto desaparece bajo la identidad colectiva, cuando ya no se piensa sino desde el mandato grupal, cuando ya no se vive sino a través del espejo ideológico de los pares, entonces lo que se produce no es comunidad, sino asfixia. Y de esa asfixia emergen monstruos.

El identitarismo es adictivo. Promete claridad, pertenencia, sentido. Frente al caos del mundo, ofrece una brújula moral. Frente a la complejidad, una narrativa simplificada. Frente a la soledad, una familia inmediata. Pero el precio es altísimo: hay que entregar el juicio propio, la duda, la escucha. Y, sobre todo, hay que estar dispuesto a odiar a los otros. Odiarlos sin conocerlos, odiarlos por sistema, odiarlos con la convicción de que representan todo lo que impide tu plenitud.

Quizás no haya peor degradación del pensamiento que esta: convertir el nosotros en un dogma y el yo en un eco. En nombre del nosotros se ha torturado, fusilado, purgado, esterilizado, segregado, deportado, exterminado. Y siempre, siempre, se ha hecho con una sonrisa de redención en los labios. Por el bien de los nuestros. Por el bien de la humanidad.

La paradoja es cruel: cuanto más se fragmenta el mundo en grupos, más se debilita lo que nos permite convivir. La política se disuelve en microbatallas por reconocimiento. La justicia se convierte en gestión de agravios. Y la democracia, que exige instituciones fuertes y ciudadanos críticos, se convierte en una feria de identidades ofendidas que compiten por atención.

Lo más perturbador es que este ciclo se reproduce sin violencia visible. No hacen falta campos de concentración ni dictadores. Basta con un algoritmo que refuerce tus prejuicios, una comunidad que aplauda tu dogma, una retórica que victimice tu causa y demonice la del otro. Así se construye hoy el autoritarismo: desde abajo, desde el corazón herido, desde la rabia legítima convertida en cruzada.

¿Y si el problema no es el otro, sino el nosotros? ¿Y si la necesidad de pertenencia, cuando se vuelve absoluta, se transforma en el mayor enemigo de la libertad? ¿Y si lo que creemos identidad es en realidad una celda disfrazada de bandera? Quizá haya que empezar a decirlo sin miedo: hay formas de identidad que matan. Y las hemos romantizado demasiado tiempo.

No hay redención posible mientras sigamos organizando la vida política en torno a las identidades. No habrá justicia mientras cada grupo se declare víctima absoluta y verdugo circunstancial. No habrá democracia mientras el desacuerdo sea interpretado como traición. Y no habrá humanidad si lo único que nos une es el odio compartido por los otros.

Tal vez el animal humano no pueda vivir sin pertenecer. Pero si esa pertenencia exige la negación del otro, entonces el precio de existir será demasiado alto. Quizá lo que nos destruya no sea la guerra ni el clima, sino algo más antiguo y más íntimo: la necesidad patológica de sentirnos parte de algo, a cualquier costo. Y en ese caso, no será la historia quien nos juzgue. Serán nuestras propias ruinas.

mgenso@gmail.com

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