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martes, diciembre 16, 2025

Políticas para el bienestar estético | El peso de las razones por: Mario Gensollen

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El peso de las razones 

Políticas para el bienestar estético

Hay días en los que no pasa nada. Nos levantamos, hacemos café, revisamos el teléfono, salimos a la calle, regresamos a casa. No hay drama, no hay epifanía, no hay relato. Sin embargo, es ahí -en esa repetición aparentemente insignificante- donde se juega la mayor parte de nuestra vida. No en los acontecimientos excepcionales, sino en la textura de lo que se repite. Lo cotidiano no se impone por intensidad, sino por persistencia.

Durante demasiado tiempo, la estética fue tratada como una disciplina de lujo, reservada para museos, conciertos, galerías y objetos extraordinarios. Como si la filosofía solo tuviera algo que decir cuando la vida se ponía traje de gala. Pero basta observar con un poco de honestidad para entender que la experiencia estética no empieza cuando entramos a una sala de exposiciones, sino cuando abrimos los ojos cada mañana. La vida ordinaria está saturada de formas, ritmos, sonidos, colores, gestos y atmósferas que afectan directamente cómo vivimos.

Elegimos una taza y no otra, un camino y no otro, un tono de voz que nos tranquiliza y otro que nos pone a la defensiva. Nada de eso es inocente. Lo hacemos sin deliberar, pero no sin consecuencias. Lo estético, en la vida diaria, opera justo ahí donde dejamos de pensar. Y por eso es tan poderoso. Aquello que no se examina gobierna con mayor eficacia.

Lo cotidiano no es una lista fija de actividades, sino una actitud ante el mundo. Es lo familiar, lo que damos por sentado, lo que ya no miramos. Y en ese dejar de mirar se abre un problema profundo: lo que no se percibe no se cuida. Lo que no se cuida se degrada. Y lo que se degrada acaba convirtiéndose en una fuente constante de malestar, aunque no sepamos bien cómo nombrarlo.

Hay una estética de la estabilidad que solemos despreciar porque no deslumbra. El sillón viejo, la luz conocida, el trayecto repetido, el silencio habitual. No producen asombro, pero producen sostén. En una cultura obsesionada con lo espectacular y lo novedoso, conviene decirlo con claridad: una vida humana necesita continuidad, no estímulo permanente. La calma también tiene forma, y esa forma importa.

Pero tampoco conviene idealizar. La experiencia cotidiana está plagada de agresiones estéticas normalizadas: ruido constante, suciedad crónica, saturación visual, abandono de los espacios comunes, iluminación hostil, transporte indigno. No es solo fealdad: es desgaste. Vivir en entornos estéticamente violentos produce irritación, cansancio, ansiedad, indiferencia. La estética negativa no es un concepto elegante; es una experiencia corporal cotidiana.

Y aquí aparece una cuestión decisiva: gran parte de ese deterioro no es accidental. Es resultado de decisiones políticas -o de la renuncia a tomarlas-. La estética cotidiana no es un asunto privado ni una manía de espíritus sensibles. Es una cuestión pública, porque los entornos enseñan. Una ciudad educa estéticamente a quienes la habitan, les dice qué importa y qué no, qué se cuida y qué se deja caer.

Hablar de políticas para el bienestar estético no es hablar de maquillaje urbano ni de embellecimiento superficial. Es hablar de condiciones sensibles mínimas para una vida digna. De silencio razonable, de limpieza sostenida, de iluminación pensada, de espacios que no humillen. No es lujo, es infraestructura moral. Así como hay políticas de salud o de movilidad, debería haber políticas explícitas sobre cómo se siente vivir en un lugar.

Un transporte público ruidoso, sucio y caótico no solo es ineficiente: comunica desprecio. Una escuela deteriorada no solo educa mal: enseña que el entorno no importa. Un hospital estéticamente hostil no solo cura peor: incrementa el miedo y la deshumanización. La forma en que se diseñan y mantienen estos espacios tiene efectos directos sobre la experiencia de quienes dependen de ellos.

Regular el ruido urbano, ordenar la publicidad, cuidar parques y banquetas, diseñar espacios caminables y habitables no son caprichos estéticos. Son políticas de salud pública. La exposición constante a estímulos agresivos produce estrés crónico y deteriora la convivencia. El bienestar estético es una condición de posibilidad del bienestar psicológico y social.

El espacio público, además, revela prioridades. ¿Está diseñado para el coche, el anuncio y el negocio inmediato, o para el peatón, la conversación, la pausa? Cada decisión formal es una toma de partido. No hay neutralidad en el diseño del mundo. Lo estético organiza quién se queda y quién se va, quién se siente cómodo y quién estorba.

También en el consumo operan políticas estéticas encubiertas. Preferimos lo “bonito”, lo “perfecto”, lo “nuevo”, y con ello sostenemos cadenas de desperdicio, explotación y exclusión. Educar el gusto no es imponerlo, es hacerlo responsable. Entender que un juicio estético -“no me gusta cómo se ve”- puede tener consecuencias ecológicas, económicas y humanas.

Hablar de bienestar estético es hablar de justicia sensible. De quién puede habitar un espacio sin sentirse agredido. De quién puede mostrarse sin vergüenza. De quién tiene derecho a una cotidianidad que no sea una prueba constante de resistencia. No se trata de embellecer la vida, sino de hacerla habitable.

Esto no implica convertir la existencia en una obra de arte ni exigir sensibilidad refinada a cada gesto. Implica reconocer que la forma importa. Que el cómo pesa tanto como el qué. Que el cuidado no es solo funcional, sino también perceptivo. Que vivir es, en parte, diseñar condiciones de posibilidad para otros.

La política suele pensarse en términos de leyes, cifras y discursos. Pero también se ejerce en la luz de una calle, en el banco de una plaza, en el tono de una oficina pública. Gobernar es producir atmósferas. Y las atmósferas educan más que muchos discursos.

Afinar la atención estética no nos vuelve frívolos, sino más lúcidos. Nos permite detectar el deterioro antes de que se normalice del todo. Nos vuelve menos tolerantes al abandono y más exigentes con lo que nos rodea. Quizá la tarea no sea embellecer el mundo, sino tomarnos en serio la forma en que lo habitamos. Porque vivir también es una forma de diseño, y no debería hacerse sin responsabilidad.

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