El Peso de las Razones
El ritual de los propósitos
For last year’s words belong to last year’s language
And next year’s words await another voice
- S. Eliot,Four Quartets, “Little Gidding”
Los rituales no son adornos folklóricos de la vida social: son máquinas discretas de sentido. Estabilizan conductas, ordenan el tiempo, vuelven habitable el mundo. Sin rituales la existencia se disgrega en ocurrencias; con rituales, incluso la repetición adquiere relieve, como si cada gesto supiera dónde pertenece. Sobre todo, los rituales crean comunidad: nos hacen coincidir, aunque sea por un instante, en una misma respiración colectiva.
Por eso el fin de año tiene algo de ceremonia civil. No importa si uno es creyente o no: el calendario ofrece una liturgia laica. Hay cuentas regresivas, brindis, abrazos a la medida de la nostalgia, y un pequeño acto de magia compartida: la sensación -por lo menos esa noche- de que el tiempo puede reiniciarse, como si el mundo, indulgente, nos concediera una página en blanco.
Alain Badiou, en La verdadera vida, piensa los umbrales: la mayoría de edad, por ejemplo, como una marca de transición que no se reduce a una fecha; es una interrupción simbólica que nos obliga a preguntarnos quiénes somos y qué queremos ser. Los propósitos de año nuevo pertenecen a esa familia de cortes: no describen lo que pasa, lo instituyen. Son una frontera narrativa: “hasta aquí fui así; de aquí en adelante, seré otro”.
No obstante, el ritual de los propósitos tiene una ironía consagrada. Enero se vuelve el mes de la buena conciencia: gimnasios llenos, mallas recién compradas, licuadoras en oferta, quinoa desaparecida del estante como si fuera un medicamento escaso, y esa fruta que, de pronto, se vuelve un símbolo moral. Todo el mundo se promete y se jura: y a la vuelta de unas semanas, la vida retoma su cauce, con la misma tozudez con que el cuerpo retoma sus hábitos.
Entonces uno se pregunta: ¿por qué casi nadie cumple? ¿Por qué repetimos el rito si la estadística íntima nos desmiente? ¿Qué clase de especie celebra, con solemnidad, aquello que sabe que traicionará? Y, todavía más: si incluso hacemos un ritual para comprometernos, si escenificamos el compromiso, si lo vestimos de ceremonia y de testigos, ¿no indica eso que, de algún modo, nos importa?
Hay decisiones que no nos sorprenden. Elegimos lo más caro, lo menos saludable y prudente, y lo hacemos con tranquilidad: sopesamos razones, valoramos dimensiones, aceptamos el costo. No es una caída; es una preferencia compleja. El problema aparece cuando ocurre algo distinto: cuando alguien hace algo aun cuando está convencido de que, considerándolo todo, esa no era la mejor opción.
A ese fenómeno la filosofía lo llamó, con severidad antigua, debilidad de la voluntad. No es desobedecer a otros ni desafiar una norma social; es peor, o al menos más íntimo: es actuar contra el propio juicio, contra lo que uno mismo reconoce como la mejor alternativa disponible. Es una guerra civil en miniatura: la razón redacta un decreto y la acción lo deroga en el mismo instante.
Lo extraño es que, cuando escuchamos ese relato, nuestra primera reacción suele ser de sospecha. “Algo no cuadra”, nos decimos. Tal vez no creía realmente que esa alternativa era mejor. Tal vez no era libre. Tal vez estaba confundido. Es como si necesitáramos salvar la coherencia del agente, porque la fractura interna nos parece imposible de habitar. Sin embargo, la experiencia insiste: actuamos, a veces, contra lo que creemos mejor.
Platón, con la voz de Sócrates en el Protágoras, se negó a conceder ese hecho. Nadie, sabiendo que hay una opción mejor, elige voluntariamente una peor: si alguien actúa mal es por ignorancia del bien. El conocimiento verdadero tendría fuerza motivacional suficiente; si no guía, entonces no era conocimiento pleno. La tesis es elegante como un teorema, pero exige pagar un precio: convertir en ignorancia -o en ilusión- una buena parte de nuestras escenas ordinarias.
La filosofía contemporánea quiso, en ocasiones, rescatar esa elegancia. R. M. Hare, por ejemplo, pensó que los juicios evaluativos no son meras descripciones, sino actos prácticos: decir “debo hacer A” no sería informar una creencia, sino asumir una directiva, comprometerse con una acción. En su lógica, un juicio evaluativo auténtico implica un compromiso práctico; si no hay impedimentos físicos o psicológicos, ese compromiso se ejecuta. Si no se ejecuta, entonces -conclusión dura- no era auténtico: la acción revelaría el juicio verdadero.
A primera vista, la explicación tranquiliza: restaura la unidad del agente a golpe de definición. La debilidad de la voluntad se disuelve como un malentendido del lenguaje, o como una hipocresía suave: “sé que debería estudiar” significaría, en realidad, “otros creen que debería estudiar”. Pero algo en esa limpieza conceptual no coincide con nuestra textura moral. Hay casos en que el agente actúa con calma, deliberadamente, sin compulsión, sin sentirse arrastrado, y aun así hace lo que considera peor. No parece que el relato esté mal armado: parece, simplemente, desconcertante.
Donald Davidson, por su parte, respeta dos intuiciones a la vez: que la debilidad de la voluntad es real, y que los juicios evaluativos guardan una conexión profunda con la acción. Para lograrlo, afina el oído: distingue tipos de juicios. En deliberación, hacemos juicios prima facie: “en este respecto, A es mejor que B”. Placer, prudencia, justicia, rentabilidad: cada razón tiene su escena y ninguna decide por sí sola. Luego, cuando reunimos razones, llegamos a un juicio “considerándolo todo”: dadas todas las razones relevantes, una opción queda favorecida. Pero ese juicio, crucialmente, sigue siendo relacional y condicional; no equivale todavía a la orden final. El juicio decisivo -el que, por así decir, cierra el expediente- es el juicio categórico: “esto es lo que voy a hacer”. Solo ahí la razón se vuelve acto sin intermediarios.
La debilidad de la voluntad, entonces, ocurre cuando alguien alcanza un juicio “considerándolo todo” a favor de A, pero no da el paso al juicio categórico y, aun así, actúa haciendo B. No hay contradicción lógica; no hay incoherencia formal. Hay otra cosa, más humana e incómoda: una falla racional, una violación de un principio según el cual debemos actuar conforme a lo que juzgamos mejor a la luz de todas las razones disponibles.
Por eso, para Davidson, la acción débil es posible, pero irracional: el agente actúa por una razón, pero reconoce que esa razón no es suficiente. Desde su propio punto de vista, su acción es injustificable. Hay algo sordo en ella, como si una parte de la mente hubiera dejado de escuchar.
En un giro que me parece decisivo para entender nuestro enero ritual, varios filósofos desplazan el foco del juicio a la intención: la debilidad no sería tanto actuar contra lo que uno cree mejor, sino abandonar resoluciones formadas precisamente para resistir tentaciones futuras. La falla ya no está en la evaluación, sino en la autogestión. A veces no elegimos mal: dejamos de sostenernos. Otros aún van más lejos: la debilidad sería una renuncia a deliberar, una abdicación del papel de agente racional. No es elegir peor; es dejar de elegir.
Aquí el ritual de los propósitos se revela en su ambigüedad. Porque el 31 de diciembre solemos hacer algo admirable: nos hablamos como agentes, nos tratamos como seres capaces de conducir su vida, trazamos una línea entre lo que somos y lo que queremos ser. Pero, unas semanas después, en la fricción del día, aparece la fractura interna: juicio, por un lado; motivación por otro; intención que se deshilacha; acción que toma un atajo. El propósito no muere por falta de solemnidad; muere por falta de arquitectura.
¿Y cómo se fortalece la voluntad para que los propósitos no queden en meros propósitos? Tal vez, primero, aceptando que no basta con el juicio “considerándolo todo”; hay que construir el puente hacia el juicio categórico, convertir la evaluación en una decisión que separe aguas. Lo cual exige, casi siempre, una gramática de la intención: no “haré ejercicio”, sino “el lunes, miércoles y viernes, a tal hora, durante tal tiempo”, porque la voluntad se sostiene mejor cuando el tiempo deja de ser una nebulosa.
También ayuda, sin romanticismos, reducir el heroísmo. La continencia no suele fallar por falta de grandes ideales, sino por exceso de fricción cotidiana. Hay que preparar el mundo para la acción: hacer más fácil lo que queremos hacer y más difícil lo que no. Menos épica y más diseño: ropa lista, ruta prevista, compras inteligentes, tentaciones fuera de la vista, pequeñas barreras que protejan la decisión de la improvisación. La voluntad es más fuerte cuando no tiene que pelear cada minuto.
Por último, conviene devolver al ritual su función más noble: no la de producir promesas infladas, sino la de sostener comunidad y sentido. Si el propósito queda solo, se vuelve un duelo privado contra uno mismo; si se ancla en prácticas compartidas -un amigo, un grupo, un horario, una cita que otros esperan-, la agencia se refuerza. Los rituales, al final, no nos cambian por arte de magia: nos recuerdan que cambiar es un trabajo temporal, paciente, encarnado. El año nuevo no nos salva; apenas nos abre una puerta. Y lo que ocurre después -en el silencio de los días comunes- es donde se decide si el ritual fue solo una escena.




