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sábado, diciembre 13, 2025

A un año de la pandemia/ Memoria de espejos rotos 

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Estamos a un año de que la epidemia de covid-19 se convirtió en pandemia. En un año hemos ganado aprendizajes y experiencias, hemos perdido personas y economía; pero, sobre todo, nos hemos visto como humanidad organizada en sociedades en el retrato de cuerpo entero en el que nos pinta la historia reciente. En ese retrato no salimos tan bien parados como nos quisiéramos ver.

En esta parte del mundo tardamos en tomar en serio a la enfermedad y a su capacidad de propagación. Basamos gran parte de la perspectiva en nuestro antecedente con la propagación de la influenza, y nos confiamos en que no sería para tanto. Pero ver a Asia y a Europa en confinamiento hizo que cundiera el temor, las compras de pánico y el acaparamiento.

Con las compras de pánico vino también la xenofobia manifiesta. El temor irracional a lo asiático, sólo porque el virus encontró origen en los mercados húmedos de China. Vino también el sobrado debate sobre qué era más importante, si proteger la vida o la economía. Al final, ni la una ni la otra. Los costos han sido altos en cualquier rubro que se analice.

La suma de nuestras acciones puede verse en función de la carencia de empatía. Quienes tuvieron el privilegio económico para confinarse, culpaban con su clasismo a quienes tenían que salir a ganarse la vida. Los pequeños y medianos empresarios enfrentaron la posibilidad de la extinción, y las medidas de contención viral (públicas y privadas) oscilaron entre el ritual nominal, la vacilada, y lo obsesivo.

En ese escenario, las defunciones fueron creciendo. Los países tuvieron tasas de natalidad promedio que abarcaron del 5 al 10 por ciento. La precaria formación educativa en temas de biología y estadística nos hicieron impermeables para entender la magnitud de la tragedia. Así, dejamos que los sistemas de salud se colapsaran, poniendo en riesgo fatal a pacientes de toda índole, y no todos sobrevivieron.

No nos tomamos en serio la pandemia, sino hasta que comenzaron a caer los conocidos, algún tío, el señor de la tienda, una prima, la abuela. Entonces, era tarde. Cancelamos eventos y reuniones, asumimos el costo económico. Precarizamos el trabajo o trasladamos el empleo a la computadora de la casa. Resignificamos el trabajo y las relaciones sociales. Hicimos nuevos hábitos que persistirán un tiempo.

Ciframos las esperanzas de volver a “la normalidad” con las vacunas. No nos hemos dado el tiempo para reflexionar que esa “normalidad” no era del todo sana. Tampoco estamos preparados para asumir nuevas normalidades que brinden mejores horizontes económicos, políticos, equitativos, justos y verdaderos. Es decir, nos preparamos para regresar al mismo punto precario en el que estábamos, pero con cubrebocas y gel antibacterial.

A un año de la contingencia sanitaria producto de la pandemia por la covid-19, vemos tristemente que, en momentos de crisis, no podemos garantizarnos derechos humanos, especialmente para las poblaciones históricamente más vulneradas. No hubo una disminución realmente sensible en la comisión de delitos, de crímenes de odio, en la violencia de género, o en la agresión social por motivos de clase o racialización.

El capitalismo supo adaptarse; así, las minorías verdaderamente ricas (gracias a la depauperización de otros) no padecieron como las mayorías desposeídas sí lo hicimos. También, mientras muchos incluso se privaron del confort de un abrazo, por miedo a la enfermedad y respeto a la salud de las personas, otros tantos brindaron en reuniones y dejaron las medidas de sanidad de la puerta para afuera.

Ahora, con la vacunación, no somos mejores personas respecto a la indolencia que tuvimos antes y durante el auge de la enfermedad. Lo previsible es el rebrote, las nuevas oleadas con cepas mutadas y fortalecidas. Ahora, con un año de experiencia, con pérdidas y ganancias acumuladas, quizá el horizonte no sea mejor. Al neandertal lo sucedimos nosotros. A nosotros no hay quien nos suceda.

 

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@_alan_santacruz

/alan.santacruz.9

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