El 20 de julio de 1969 mujeres y hombres fueron testigos, gracias a la televisión, del primer alunizaje por una nave tripulada por seres humanos. Una parte importante de nuestro conocimiento se ponía a disposición de la misión Apolo 11 para que Neil Armstrong, comandante de la misión, pisara por primera vez la superficie lunar. Pese a esto, uno de los grandes hitos de la historia de la ciencia y la tecnología ha encontrado relatos alternos. Veamos uno de ellos: “Cuando fingió con éxito el primer alunizaje en julio de 1969, el gobierno de Estados Unidos logró resolver dos de sus problemas políticos más acuciantes de un solo golpe. Primero, por supuesto, logró distraer al público votante de la cada vez más impopular guerra en Vietnam, y de ese modo ayudó a asegurar la reelección de Richard Nixon, el misterioso cerebro detrás de todo el asunto. Segundo, y quizás lo más importante, también infligió una humillante derrota a la Unión Soviética, que hasta ese momento había estado ganando la carrera espacial. Dice mucho sobre la paranoia presente en el Kremlin que, a pesar de haber vencido a los estadounidenses en todos y cada uno de los pasos anteriores, incluyendo el primer satélite en órbita, el primer animal en órbita, el primer hombre en órbita, e incluso el primer paseo espacial, fueron sin embargo lo suficientemente crédulos como para creer que la misión del Apolo 11 podría venir de la nada y triunfar sobre todos sus logros anteriores. No hace falta decir que fue una operación asombrosa y una hazaña de engaño verdaderamente espectacular que involucró la complicidad de cientos de miles de personas, desde el puñado de astronautas que supuestamente habían caminado sobre la luna, hasta los innumerables científicos, ingenieros y personal de apoyo en tierra que habían trabajado para la NASA a lo largo de los años y que supuestamente lo habían hecho posible, y eso sin olvidar al equipo de filmación, a los diseñadores de escenografía, a los técnicos de sonido y a los operadores de iluminación necesarios para la construcción de la farsa”.
Cuando una persona racional y sensata escucha o lee estas extravagancias suele reaccionar con un simple y llano ¡pamplinas! Parece que no hacen falta razones para desechar de manera rápida y efectiva estos cuentos paranoicos. No obstante, ¿qué es aquello que a algunas personas les hace repeler estas elaboradas e imaginativas teorías de la conspiración? ¿Acaso es imposible que el alunizaje de julio de 1969 haya sido sólo un montaje? No, de hecho, es posible. La mera posibilidad de una elaborada farsa es el punto de arranque de los conspiranoicos. Las teorías de la conspiración encuentran terreno fértil en mentes descuidadamente escépticas. Inician cuestionando los relatos oficiales (término peyorativo para referirse a las explicaciones comúnmente aceptadas), y terminan proponiendo locuras inverosímiles. ¿Cómo logran dar el salto entre el rampante escepticismo conspiranoico y la credulidad infantil?
Las teorías de la conspiración, a diferencia de las teorías científicas, suelen tener una capacidad anormal de asimilación de la evidencia contraria. Cualquier pieza de evidencia o cualquier razonamiento que ponga en duda sus fantasías paranoicas suele encontrar lugar en sus locas especulaciones: el crítico siempre es posible que forme parte de la conspiración o sea un crédulo que confía en los relatos oficiales. Adicionalmente, frente a una afirmación empírica habitual (e.g., “Hay dos personas en la oficina” o “El agua a nivel del mar hierve a 100 grados centígrados”) resulta fácil saber el tipo de evidencia que requiero para saber si es falsa. Por el contrario, frente a las afirmaciones que hace una teoría de la conspiración resulta muchas veces imposible imaginar el tipo de evidencia que requiero para mostrar que son falsas. Esta característica las hace particularmente robustas ante la crítica.
Las teorías de la conspiración violan también un principio de sentido común para elegir entre explicaciones rivales. Piensa que estabas leyendo esta columna en el diario impreso. Al terminar tu lectura dejaste el periódico encima de la mesa del comedor y saliste unos minutos a la tienda de la esquina a comprar cosas para hacerte el desayuno. A tu regreso, el periódico ya no se encuentra donde lo dejaste. Esto estropea tus planes, pues querías que tu compañera de departamento leyera esta columna (es mi wishful thinking, pero su falta de verosimilitud no arruina el ejemplo). Ahora bien, tú deseas entender por qué el periódico no está donde lo dejaste. Las posibles explicaciones del hecho, puedes imaginarlo, son innumerables. Van desde que tu compañera de departamento llegó mientras saliste a la tienda y lo tomó, pero para leer algo mucho más interesante, hasta que un ladrón de periódicos irrumpió ilegalmente en tu casa y lo robó o que se desintegró de manera espontánea. A pesar de las posibles explicaciones, tú desechas muchas de ellas de inmediato, y lo haces porque algunas te parecen muy poco probables. La teoría de la probabilidad matemática ha sido en los últimos tiempos una herramienta insustituible de la práctica científica. Echando mano de ella podemos saber, dada la evidencia, qué tanto apoyo tienen nuestras hipótesis. No obstante, de manera ordinaria no hace falta recurrir a un complicado aparato formal para llegar a la mejor explicación disponible. Podemos usar la regla de oro: prefiere la explicación que te pida revisar el menor número de tus creencias previas. Dicho de otra manera: prefiere las explicaciones más económicas en general. Regresemos al ejemplo: por lo que sabemos, aunque son posibles, no hay ladrones de periódicos que arriesguen su libertad entrando a propiedad privada para extraer un ejemplar de unos cuantos pesos. Es mucho más probable, dadas nuestras creencias previas al incidente, que tu compañera de departamento haya regresado a casa porque olvidó su teléfono celular, algo que suele sucederle unas cuantas veces por semana, y que haya visto el periódico y lo haya tomado.
Uno de los principios que buscan respetar las teorías científicas, a diferencia de las teorías de la conspiración, es mutilar al mínimo tus creencias preexistentes. Por tanto, buscan coherencia. Las teorías de la conspiración, por el contrario, te piden reexaminar un grueso conjunto de tus creencias, la mayoría de ellas seguramente verdaderas. ¿Qué es más probable?, ¿que el alunizaje de 1969 haya tenido lugar como lo sabemos, o que sea una elaboradísima farsa que involucró y sigue involucrando el engaño de miles de personas a la población mundial? El costo del conspiranoico, por lo que puedes ver, es altísimo. Inicia vendiéndote un escepticismo que suena atractivo y terminas comprando una teoría inverosímil. Los conspiranoicos son escépticos y crédulos a la vez. Viven en el universo de las disonancias cognitivas, lo que acrecienta el costo de creer en sus relatos y termina sacrificando a la racionalidad misma.
Mi evaluación del Primer Informe de Gobierno (o Tercero, vayan ustedes a saber) de Andrés Manuel López Obrador es que cada vez más se desliza por la pendiente resbaladiza de los conspiranoicos. Para el presidente es más fácil pensar en mafias (sean empresariales, científicas o periodísticas) de miles de personas con intereses políticos que buscan arruinar su gobierno mediante operaciones complejas y organizadas, que sopesar la posibilidad de que diversos sectores de la ciudadanía, así como ciudadanas y ciudadanos que piensan por sí mismos en tanto individuos, estén detectando serios errores en estos nueve meses de gobierno. El presidente ha hiperpolitizado la vida pública, en eso ha radicado su cuarta transformación, pero a costa de imaginar inverosímiles teorías de la conspiración que su séquito cree con fe y credulidad.
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