Es innegable que a partir de la última década del siglo pasado, y las dos que van del presente, se han vivido una serie de modificaciones legales, sociales y políticas que han reconfigurado la forma en la que el ciudadano y el gobierno revelan su simbiosis: con ese concepto me remito a mis recuerdos de las clases de biología de la preparatoria, cuando nos hacían referencia a una relación en la que dos seres establecen una relación entre sí en la que ambas partes obtienen beneficios, llegando al grado en algunos casos de volverse necesarios para su mutua existencia. Así, el gobierno requiere de una ciudadanía cada vez más informada en el ejercicio de sus derechos y el cumplimiento de sus obligaciones, tanto como los ciudadanos requieren organizarse y prepararse para conformar un gobierno, cada vez más y mejor profesionalizado, para satisfacer las necesidades colectivas.
Esta construcción fue una cadena de acontecimientos que, históricamente, tuvieron su punto álgido a partir del hartazgo social derivado de las elecciones presidenciales del 88, que trajo como resultado la ciudadanización y posterior profesionalización de las autoridades electorales con la creación del entonces Instituto Federal Electoral, y su evolución en el Instituto Nacional Electoral. Si bien fue emblemática la creación de este organismo autónomo, sirvió además para la creación de otros en diversas materias.
El desarrollo democrático ha sido entendido más allá de su vertiente electoral, pues una sociedad que se precie de ser democrática no solo tiene elecciones de manera periódica y transiciones de poder pacíficas. Uno de los reclamos más sentidos de la sociedad hacia el gobierno ha sido el de la transparencia una vez que el resultado electoral ha generado la nueva administración pública. Ya la filosofía platónica hablaba del conocimiento de la verdad como un privilegio y una prerrogativa de la clase gobernante que trascendió históricamente por siglos, constituyendo el paradigma de que la información que se generaba desde el poder no requería del entendimiento pleno de la sociedad, a la cual se podía mantener sometida desde su ignorancia.
No pretendo realizar un recorrido histórico de la evolución del pensamiento sobre la transparencia. Baste decir que, en México, su impulso creador viene con la primera transición política del ejecutivo federal en el año 2000, cuando se crea la primera legislación en materia de transparencia y acceso a la información pública, como respuesta a una de las promesas de campaña que llevan al poder al primer presidente contemporáneo surgido de la oposición al partido hegemónico.
Ambos conceptos, electoral y de transparencia, tienen su origen, pues, en reclamos sociales. Por un lado resultaba insostenible un pleno desarrollo democrático mientras las elecciones siguieran siendo organizadas por el partido-gobierno; por el otro, la corrupción característica del aparato de estado, requirió de la construcción de un andamiaje de cristal, no por lo frágil, sino por lo transparente: era el momento en que el gobierno mostrara sus entrañas a una (cada vez más) crítica sociedad, tratando de que, tras el cuestionamiento constante, se redujera el fenómeno de la corrupción, si no endémico, sí con un fuerte arraigo en la burocracia mexicana.
Los organismos autónomos en general, y el electoral y el de transparencia en lo particular, no deben ser considerados una panacea, sino dos elementos constitutivos de un sistema que transita lenta, pero firmemente, hacia la construcción democrática, por lo que se vuelve necesario trabajar, de manera constante en mejorar los procedimientos en beneficio de la ciudadanía.
Gracias a la practicidad de la Plataforma Nacional de Transparencia, es muy fácil para la ciudadanía realizar consultas a cualquier autoridad, y la electoral estatal no es la excepción, prácticamente, sobre cualquier asunto que pueda resultar de interés. Durante esta semana, en la unidad de transparencia del Instituto Estatal Electoral se recibió una solicitud de una persona residente en uno de los municipios distintos al de la capital del estado, quien pretendía que rectificáramos su credencial para votar porque en uno de sus nombres (abreviado) no contenía un punto mientras que, en su acta de nacimiento, su nombre si lo tenía.
En este punto, creo que todos hemos sido en algún momento de nuestras vidas usuarios de algún servicio público, y la monserga que conlleva el encontrar una burocracia extremadamente celosa de su deber que, sin importar las consecuencias que ello traiga, revisan a rajatabla y milimétricamente, con enorme regla y pequeño criterio, cuestiones “trascendentales” como, por ejemplo, si la persona se llama J. (con punto) o simplemente J (sin punto).
Desafortunadamente, la solicitud no se expresaba en los mejores términos, carecía de una adecuada redacción, y la sintaxis era nula pues se trataba de apenas un par de renglones. Sin embargo, en una especie de suplencia en favor de la ciudadanía, era posible entender perfectamente lo que la persona solicitante requería. En todo caso, el problema se agravaba porque, como sucede con frecuencia, habían confundido al IEE con el INE, siendo que la instancia local no tiene injerencia en el Registro Federal de Electores.
La unidad de transparencia, obligada a dar respuesta pronta a la ciudadanía, además de solamente establecer la fundamentación y motivación de su acto en la resolución, decidió, adoptando una idea que cada vez permea más en la comunidad jurídica internacional y que en México ya se ha visto materializada en sendas sentencias de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, emitir su resolución en un formato de lectura fácil, considerando los elementos de los que disponía (apenas un par de líneas y la credencial para votar de la persona solicitante), que le permitiera a quien acudió a requerir de una autoridad información necesaria para el ejercicio de un derecho, la comprensión plena del por qué no se le podía atender por el organismo local y, de forma proactiva, indicarle dónde, cuándo y cómo podía solicitar ser atendido por la instancia federal.
Lo de menos hubiera sido tratar a la persona solicitante como un número de folio más y, dentro de la legalidad, atenderla sin ponerse por un instante en su lugar; sin embargo, nuevos tiempos exigen nuevas formas de pensar. Estoy convencido de que esto no resolverá la corrupción que nos aqueja como sociedad, pero sí es un paso más hacia una nueva filosofía de servicio público. Pequeñas medidas que tratan de lograr el efectivo ejercicio del derecho a saber.
/LanderosIEE
@LanderosIEE




