La imposibilidad de la conversación | El peso de las razones por Mario Gensollen - LJA Aguascalientes
15/06/2024

Resulta inevitable un cierto anclaje en el pasado. Lo vivido en un continuo errático y sin rumbo, rememorado tiempo después, conforma los tenues perfiles de nuestra identidad. Mi mente regresa así a una etapa cuyo centro de gravedad son mis años de licenciatura. Todas las mañanas desayunaba un café negrísimo en un vaso de unicel y unos cuantos cigarros. A eso le llamaba desayuno. Lo relevante del insano ritual diario no era aquel desastroso hábito para mi sistema gástrico, sino las conversaciones previas a las clases. Éramos fantoches y privilegiados. Miro este pasado con cierta vergüenza, pero con mucha más nostalgia.

Nuestras conversaciones eran retahílas discursivas ignorantes y existencialistas, pretenciosas y ridículas, pero gratificantes. Cada uno exponía su punto de vista y trataba de justificarlo con argumentos. Ningún tema era tabú, no había elefantes en nuestra habitación. Éramos despiadados con nuestros interlocutores, pero las conversaciones fluían y nos daban qué pensar. Por las tardes golpeaba con alegría el teclado de mi 486. Nada que haya escrito en aquella época resiste siquiera una lectura superficial. Casi todo lo he destruido para bien. Más de una vez quedé en ridículo después de esas sesiones matutinas. Más de una vez exhibí los sesgos de algún sesudo biempensante. Aunque llegué a la filosofía por casualidad -pienso que es una buena manera de llegar a cualquier sitio-, me quedé en ella con una determinación estoica -una buena manera para quedarse donde sea-. Ahora que lo pienso, lo que amaba de la filosofía era conversar. Más de un par de décadas después he perdido en parte el amor por la filosofía: la conversación se ha vuelto imposible.

A la conversación la imposibilitan tanto los gritos como el silencio. No el tono fruto de la pasión que suscitan en nosotros ciertas cuestiones: los gritos que son resultado de un clima social polarizado, los gritos del que piensa que la única manera para ganar una discusión es que el otro la pierda, los gritos del que caricaturiza el punto de vista de su interlocutor, los gritos del que piensa que no puede estar equivocado, los gritos del que cree que nada puede aprender de los demás, los gritos del que afirma que su tribu es la depositaria de los dogmas morales correctos, los gritos del que se sitúa en un inexistente lado correcto de la historia, los gritos del arrogante, los gritos del incapaz de distinguir entre aquello que cree que es verdad y lo que en verdad lo es. Los gritos del narcisista. Los gritos del dogmático. Los gritos del intolerante. Los gritos de quien aborrece la pluralidad y el desacuerdo. 

Tampoco imposibilita la conversación el silencio del que escucha atento: sí lo hace el silencio del que teme que lo excluyan por pensar por sí mismo, del que es acosado por expresar su punto de vista, del que no quiere que le griten los sectarios y los monótonos, del que no le gustan las reyertas sinsentido, del que no concibe una discusión como una pelea de cantina, del que prefiere la soledad a la idiocia sin autocrítica de los que le rodean. No rehuyó a mi posible sesgo: si la conversación es imposible, lo mejor es cerrar la boca. Al menos es lo razonable. Pero el silencio al que nos reducen los tribalismos identitarios, las ideologías hipersensibles de moda, los nuevos puritanos y los partidarios de la nueva izquierda destruye las posibilidades del verdadero progreso social y epistémico. El temor de los sensatos ante los nuevos Torquemadas, que no carece de fundamentos, es uno de los principales obstáculos para hacer frente a los urgentes problemas globales que aquejan a nuestra especie y su entorno.

El miedo es una emoción cuya probable función biológica sea salvar el pellejo ante peligros percibidos. ¿A qué temen los silenciosos? ¿Qué es aquello que perciben como peligroso? Los nuevos puritanos no sólo son un riesgo para la libertad de expresión, sino, sobre todo, para la de pensamiento. Suena contraintuitivo, pero cada día me convenzo más de que al menos algunas de nuestras creencias son el fruto de un cierto condicionamiento que puede venir de fuera, pero que terminamos internalizando. Nuestro peor enemigo es seguir la corriente, acomodarnos en un sitio en el que con ingenuidad nos pensamos aliados de los nuevos perseguidores. Nuestra única deferencia debe ser con respecto a la verdad, a la que nunca tendremos la seguridad de haber alcanzado. Así, sin falibilismo y humildad la conversación seguirá siendo imposible.

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